Su desmesurado interés por llegar hasta mi reino no deja, cuanto menos, de sorprenderme —pronunció en tono ceremonial el rey de los demonios, sin dejar de mirar de pies a cabeza al forastero que tenía de pie frente a él—. He conocido a mequetrefes como usted —prosiguió platicando sin bajarse del trono en el cual se mecía plácidamente—, mayormente creen tener lo necesario para ganar mi vesánico amparo. Mas pocos, muy pocos son los que se plantan ante mi estampa con algo más que sus miserables cuerpos y almas corrompidas. Leo su mente como si de un mamotreto abierto se tratase; puedo estrujar cada pensamiento cuan uvas amontonadas en el lagar y ver cada acción por insignificante que ésta sea. Desde luego usted despierta mi fisgoneo. Aquí está, sin más que ese inútil amasijo de carne y hueso desposeído de aura. Pero usted eso ya lo sabe porque ha renunciado gustoso a ella. Ahora mismo se está quemando dos salones bajo nuestros pies...
Me sorprenden al mismo nivel tanto su tenacidad como sus aires orgullosos y altivos. El precio pagado ha sido alto lo cual me asegura lo inquebrantable de su convicción. Sin embargo tiembla como un crío ante lo desconocido puesto en bandejas de expiración. ¡Cuánta firmeza arruinada! Le cuesta interpretar cuánto ve y lo que ahora mismo siente dentro de sus entrañas se llama turbación. Ello no es cuestión de fe sino de algo mucho más simplón; la ficción ha sido superada por la realidad, por más que haya creído tenerlo todo controlado desde el minuto cero.
Ningún mortal osaría pisar estos fríos y malditos confines desterrados de la memoria. Todavía menos estudiar hasta la saciedad ese libro que agarra fuertemente entre las manos. Sin embargo esto no es así para usted, por supuesto que no, usted renunció hace mucho tiempo a vivir como los hombres comunes. Su única y cierta fe es ganar mi favor —en este punto guardó silencio antes de proseguir—, ello me congratula y hete aquí y como muestra de deferencia hacia su persona que al final de esta conversación le formularé la pregunta que tanto desea escuchar, concediendo crédito a su cuestación…
Otee en derredor, olvídese de lo abandonado atrás. Sé que no le supondrá esfuerzo alguno. Debilidad, dudas y fragilidad no suelen ser propias de los de su calaña ¿estoy en lo cierto? Contemple la estética de mi exótico cubil, alimentado con promesas incumplidas, pecados inconfesables, penitentes flamígeros, falsos mitos y dioses ultrajados. ¡¡Regocíjese con mi obra más colosal!! Porque hasta aquí lo ha arrastrado como una cucaracha: Las Catorce Puertas de Bravoria. No hay cosa igual ni la habrá jamás, tampoco fuerza mortal o inmortal capaz de abrirlas sin mi beneplácito.
Volviendo sobre su persona me tiene sutilmente confundido, incluso fascinando. Tal vez no sea la palabra correcta pero no por ello deja de ser así. Me asombra su empeño en alcanzar esta ubicación lejos de cualquier salvación —volvió a observarlo de pies a cabeza, como intentando adivinar algo que se le escapaba—. Se necesitan años para dilucidar los intrincados entresijos del libro que aprieta celosamente. No debería sorprenderse; lo conozco a la perfección pues yo mismo lo escribí hace milenios—. Y mientras terminaba de decirlo hizo aparecer, levitando ante sus ojos, un curioso plumón negro y un tintero transparente con tinta roja en el interior.
Ha sacrificado su sórdida vida para conseguirlo, inmolándose como reza en el ritual de sangre detallado en las páginas que van de la ciento diez a la ciento doce. Hacerse con el Libro Oculto de los Demonios son palabras mayores —en esta ocasión hizo aparecer una daga y un gran cuenco de madera lleno de sangre cuajada—, además ha salvado exitosamente el resto de pruebas descritas en el susodicho. Y no para invocar a un demonio cualquiera sino para llamar la atención del mismo demonio ¡Yo! ¡Padre y madre de todos! ¡Fascinador!
Su ser ha asimilado tanto lo genuino del libertinaje y del desenfreno como la misma esencia del mal. Cada poro de su piel lo excreta ¡qué importa el padecimiento ajeno! Los hombres son igual de despreciables que usted pero al menos usted ha sabido sacarle provecho a la situación. Por algo se encuentra en este bastión desangelado, desnudo y temeroso; sin más indumentaria que sus propias vilezas de las cuales no le sacaré débitos…
Bien, demás consideraciones externas a lo que aquí nos ocupa las dejaremos para moralistas y pulcros profetas desviados. ¡Congratúlese mortal! No se impaciente pues ahora mismo pasaré a hablarle de aquellos hijos míos que aguardan tras Las Catorce Puertas de Bravoria. Sin redundarme en demasía a la conclusión de esta departía formularé la cuestión que ha desvelado sus sueños largo tiempo. Confío haya preparado la respuesta en idéntica medida... ¡Acompáñeme!
El monarca de los demonios puso lo que podría interpretarse como una larga y huesuda mano sobre la espalda del libertino y éste se dejó llevar. Lo guió por aquella sala disfuncional con celeridad, haciendo del andar camino hacia todas y ninguna parte. Tras dejar atrás seis gigantescos arcos de piedra con seis ahorcados lacrimosos ambos paseantes detuvieron la marcha. Habían accedido al largo pasillo donde se disponían Las Catorce Puertas de Bravoria. Menudo espectáculo. De la primera a la última contaban lo menos quince metros de alto y siete u ocho de ancho. Sin excepción estaban engalanadas con incomprensibles grabados incrustados, a modo de relieve, en el acero. Estos motivos variaban según el demonio que habitase al otro lado de la misma. Por ello no había dos iguales…
Aquí tiene mi primer hijo, la primera de catorce —dijo presuntuoso—. De nombre Kalatus. Cuerpo de mujer lozana, pizpireta y santurrona. Ustedes la asocian, bajo otros nombres, a los pecados de la carne. Está entre las más antiguas y también entre las más detestadas. Es lo que tiene la vara de medir cuando hablamos de moralidad. ¡Qué invento tan oportuno! Una serpiente fue la culpable del desaguisado pero se ha preguntado alguna vez ¿qué demonios hacía la fruta prohibida al alcance de la mano? ¡Cretinos! Todos han comido de ella sin ni siquiera haber propinado el primer mordisco…