╰────────────────➤[Stephano]
Una de las cosas más difíciles de la vida son los reproches que nos hacemos a nosotros mismos. Te ocurre algo y haces lo equivocado, y en los años siguientes desearías haber hecho algo diferente. Por ejemplo, a veces, cuando estoy caminando solo por la costa, o visitando la tumba de un amigo, recuerdo el día, muy lejano, en que no llevé una linterna conmigo a un sitio donde debería haber llevado una linterna, lo cual tuvo un resultado desastroso. ¿Por qué no llevé una linterna?, me digo a mí mismo, a pesar de que es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Debería haber llevado conmigo una buena linterna.
Durante años, después de aquel instante de las vidas de los huérfanos, Klaus pensó en el momento en que él y las chicas se dieron cuenta de que Stephano era en realidad el conde Olaf, y no dejó de reprocharse no haber llamado al taxista que se estaba yendo para que regresase. ¡Pare!, se decía Klaus a sí mismo, a pesar de que era demasiado tarde.
¡Pare! ¡Llévese a este hombre! Claro que es absolutamente comprensible que Klaus y las chicas estuviesen demasiado sorprendidos para reaccionar tan deprisa, pero, años más tarde, Klaus permanecería despierto en la cama junto a su esposa, pensando que quizá, solo quizá, si hubiese actuado a tiempo, hubiese podido salvar la vida de Tío Monty.
Pero no lo hizo. Mientras los huérfanos miraban al Conde Olaf, el taxi se alejó por el camino, y los niños quedaron a solas con su némesis, palabra que aquí significa «el peor enemigo vengativo que puedas imaginar». Olaf les sonrió como sonreía la Malvada Serpiente de Mongolia de Tío Monty cuando cada día, para cenar, le colocaban un ratón blanco en la jaula.
—Quizás alguno de ustedes podría llevarme la maleta a la habitación —sugirió con voz asmática—. El viaje por esa apestosa carretera ha sido pesado y desagradable, y estoy muy cansado.
Elena no podía creer que ese hombre estaba de regreso en sus vidas.
—Si alguien ha merecido alguna vez viajar por el Camino Piojoso —dijo Violet, mirándolo— es usted, conde Olaf. No pensamos ayudarle con el equipaje, porque no vamos a dejarlo entrar en esta casa.
Olaf miró con ceño a los huérfanos, y miró a un lado y a otro, como si esperase ver a alguien escondido detrás de los setos con formas de serpientes.
—¿Quién es el conde Olaf? —preguntó en tono burlón—. Me llamo Stephano. Y estoy aquí para ayudar a Montgomery Montgomery en su cercana expedición a Perú. Supongo que ustedes son cuatro enanos, que trabajan como criados en casa de Montgomery.
—No somos enanos —dijo Klaus con dureza—. Somos niños. Y usted no es Stephano. Es el conde Olaf. Puede dejarse barba y afeitarse la ceja, pero sigue siendo el mismo ser despreciable, y no le dejaremos entrar en esta casa.
—¡Futa! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba algo como: «¡Estoy de acuerdo!».
—Será mejor que se vaya de aquí, conde Olaf —chilló Elena con un tono de enojo evidente en su voz—. No quiere estar aquí.
El conde Olaf miró uno a uno a los huérfanos, los ojos brillantes como si estuviese contando un chiste.
—De verdad que no sé de qué están hablando —dijo—, pero si lo supiese y fuese ese conde Olaf del que hablando, pensaría que están siendo muy mal educados. Y, si pensase que estaban siendo muy mal educados, igual me enfadaba. Y, si me enfadaba, ¿quién sabe lo que sería capaz de hacer?
Los niños vieron que el conde Olaf levantaba sus escuálidos brazos, como si se estuviese encogiendo de hombros. Probablemente no sea necesario recordarles lo violento que aquel hombre podía ser, pero seguro que no era necesario en lo más mínimo recordárselo a los chicos. Klaus todavía tenía en la cara el moratón de la bofetada que le dio el conde Olaf cuando vivían en su casa. Sunny todavía tenía dolores por haber sido metida en una jaula de pájaro y colgada de la torre donde él ideaba sus maléficos planes. Y, a pesar de que Violet y Elena no habían sido víctimas de ninguna violencia física por parte de aquel hombre terrible, casi habían sido forzadas a casarse con él, y aquello era suficiente para que ellas le cogiesen la maleta y la arrastrasen lentamente hacia la puerta de la casa.
—Más arriba —dijo Olaf—. Levántala más arriba. No quiero que la arrastres así por el suelo.
Klaus, Elena y Sunny se apresuraron a ayudar a Violet con la maleta, pero, incluso llevándola los cuatro, el peso les hacía tambalearse. Ya era mala suerte que el conde Olaf hubiese vuelto a aparecer en sus vidas justo cuando se estaban sintiendo tan cómodos y seguros con tío Monty. Pero ayudar a aquella terrible persona a entrar en su casa era casi más de lo que podían soportar. Olaf los seguía de cerca, y los cuatro niños podían oler su aliento rancio mientras llevaban la maleta y la dejaban en la alfombra a los pies del cuadro de las serpientes entrelazadas.
—Gracias, huérfanos —dijo Olaf, cerrando la puerta principal tras de sí—. Bien, el doctor Montgomery me dijo que tendría una habitación lista en el piso de arriba. Supongo que puedo llevar mi maleta desde aquí. Ahora adiós. Tendremos mucho tiempo, más tarde, para conocernos.
—Ya lo conocemos, conde Olaf —dijo Violet—. Está claro que no ha cambiado nada.
—Y ustedes tampoco han cambiado nada —dijo Olaf—. Está claro, Violet, que sigues tan terca como siempre. Y tú, Klaus, sigues llevando esas ridículas gafas por leer demasiados libros, aunque tal vez, solo las llevas para ver el reflejo de Elena. Y, Elena, sigues cargando con el peso de una mente de escritora enamorada de Klaus, quien también está enamorado d ti, pero es un amor que jamás sucederá. Y puedo ver que la pequeña Sunny sigue teniendo nueve dedos en lugar de diez.
Nadie prestó atención a lo que el conde Olaf estaba diciendo hasta que dijo que Sunny tenía nueve dedos en lugar de diez, aquello fue lo que los hizo estar presentes en aquella conversación.
—¡Fut! —gritó Sunny, lo que probablemente significaba algo como: «¡No es verdad!».
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Editado: 01.09.2025