"La muerte es misericordiosa, ya que de ella no hay retorno; pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz"
-H.P. Lovecraft
Los gritos, sirenas, choques y hasta el fervor del pánico se hacían cada vez más presentes. Los dos viajeros, empapados en sudor, se detuvieron un instante para descansar tras un enorme y viejo árbol en medio de una plazoleta, con el ardor abrasando sus pechos y pulmones, y con sus piernas a punto de acalambrarse.
—Yo... —El joven salvador jadeaba mientras cerraba fuertemente sus ojos, apoyándose en el árbol para que el suelo no se levantase a abofetearlo— yo soy... soy Benjamín.
Fue entonces cuando Mauro se detuvo para familiarizarse con su rostro; joven de tez oscura, con una mediana y trenzada barba nacida de su barbilla cuya naturaleza combinaba perfectamente con las rastas artesanales en su mollera, habiéndose rapado detrás y en los costados. Mauro dijo su nombre entre jadeos y ahogos, y no tardó en preguntar el destino de su compañero.
—Mi madre... está en el Mercado Central —Respondióle, provocando en Mauro cierta calma cardiaca—. ¿Y tú?
—Voy por mis hijas... —Tragó un poco de saliva— en Términa. El... el camino más corto es por el Mercado Central —Se llevó la mano al pecho para recoger un poco más de aire—. Supongo que... que seremos compañeros hasta entonces —Jadeó con una sonrisa boba.
Entonces lo recordó. Con apuro, y sin apartar su dedo del guardamonte, tomó su celular y llamó velozmente a la madre de sus hijas. El cristal estaba astillado, pero funcional.
Como de costumbre, la mujer tardó en responder.
—¿Cómo están ellas? —Preguntó Mauro sin dar tiempo a un saludo.
—Estoy bien, gracias —Respondió con un gran sarcasmo en su voz, provocando que la sangre en Mauro hirviera aún más—. Están conmigo, idiota, no te preocupes. Mis hermanos retienen a los que intentan entrar. Fue difícil, pero conseguí robarle el arma a mi papá.
—¿Están en la habitación del fondo? Bien. Llévate un cargador, te llamaré cuando pueda —Mauro miró a varios lados, asegurándose de que nadie le asechara—. Escúchame. Más te vale que ese policía tuyo no le haga nada a las niñas, ¿oíste? Chau.
Ambos tomaron un descanso de un minuto para luego continuar a trote hacia la dirección deseada, con sus motores ya enfriados, aunque al borde de la descompostura. La anarquía había comenzado, los peatones aprovecharon el pánico para saquear los comercios priorizando las televisiones y consolas antes que la comida y el agua. El país de Gila hervía como el caramelo y sus ciudadanos eran las gotas que se pegaban y dañaban a todo lo que tocasen.
Los ojos de Mauro se dirigieron hacia sus once, hasta aquella esquina al otro lado del asfalto, posándose sobre un comerciante de descendencia asiática que, junto a su embarazada, entre lagrimas y mocos observaban impotentes e indefensos como les usurpaban todos los electrodomésticos de su tienda, una pequeña y modesta, pero que hasta entonces había dado de comer a sus tres adolescentes. Esa imagen se repetiría a lo largo de toda esa calle comercial, con diferentes etnias, edades y géneros, pero la cara de los comerciantes siempre es la misma; lagrimas e impotencia.
La policía finalmente hizo acto de presencia, cortando la calle con sus patrulleros, refugiándose tras las puertas y apuntando con sus escopetas y Berettas a todos y cada uno de los civiles. Uno anunció con su megáfono la apertura de fuego de no cesar el saqueo. Solo bastó que alguien lanzara una botella para que los estallidos comenzaran a sonar, retumbando en las paredes de los edificios. Desincronizados con los gritos, los disparos formaron una música tan horrenda que aturdiría y haría estreñir al propio Cthulhu.
El plomo de calibre 9mm. rompía la barrera del sonido junto a los perdigones. Muchos corrían, finalmente valorando su vida, solo para sentir el calor entrando por su espalda y saliendo por su pecho, y todos veían como el suelo se elevaba para abofetearlos fríamente.
Ambos viajeros con sus brazos y piernas como la gelatina tomaron refugio en un pequeño callejón formado entre la cafetería One Hot Minute y la librería Lenny's, siendo el armado quien asomó su rostro para presenciar la masacre. Quizás empujado por el morbo, quizás empujado por la necesidad de ver a sus depredadores. Sea cual fuere, de igual manera su torso se volvería de mármol al ver al asiático sosteniendo a su difunta mujer, arrodillado en el suelo, gritando en un idioma incomprensible para él. El marfil de Mauro chirrió de impotencia y miedo. Finalmente dejó de temblar cuando su compañero posó su mano sobre su hombro izquierdo, indicando con una voz meneante que deben continuar. Fue así como continuaron su viaje, buscando una salida segura entre callejones y callejuelas ignorando el largo viaje que deberán hacer.
Ambos viraron a su izquierda en un callejón donde apenas cabían tres. Benjamín solo podía pronunciar la primer vocal entre tartamudeos con su tambaleante mandíbula, Mauro por otra parte sintió una fuerte presión en su pecho que no le permitía respirar con libertad. La luz proveniente del cielo danzaba sobre un gul sin cabello arrodillado en el suelo, devorando sin modal alguno a una mujer de avanzada edad, provocando viscosos y húmedos sonidos con cada masticar, deshebrando cada fibra de carne. Mauro posó la yema del índice sobre el gatillo y con su izquierda sobre la corredera apuntó el cañón hacia él
—¡No te muevas! —Advirtió, negándose a creer lo que sus ojos contemplaban con pavor.
Sin mediar palabra alguna, el caníbal comenzó a voltearse con lentitud y pereza, asomando cada vez más su barbilla a su hombro izquierdo, enseñando sin empacho la falta de carne sobre su mejilla. Los parpados de Mauro se alejaron con fiereza entre ellos mientras que los jadeos cálidos de la desesperación comenzaban a hacerse cada vez más fuertes.