"Te imploro que recuerdes mi nombre. Pues es posible que yo no lo haga."
-Lucatiel de Mirrah
Freud observaba a Mauro quien se divisaba impaciente por el reencuentro, mas no con una sonrisa. Cuando finalmente lograron salir del lar, observaron que la horda se estaba dirigiendo hacia una casa en especifico.
—Deben estar allí —Quitó el seguro de su arma.
—Si.
Miguel corrió desesperado hacia la cocina, siguiendo con pavor el grito de desesperación. Sus cejas se arqueaban hacia arriba, y su estomago se preparaba para vomitar. Una vez allí, halló a dos zombis, uno dentro de la mesada y otro intentando caber. Sin dudarlo disparó al segundo, al restante lo jaló de la ropa hacia afuera, notando una resistencia. Sin importarle el dolor pulmonar lanzó con fuerza al caníbal hacia la alacena, divisando en sus dientes un trozo de carne. Rápidamente pensó lo peor.
Con un primal grito de rabia tomó el martillo ablandador de carne de la mesada y comenzó a moler la cabeza del gul. Golpe tras golpe se oía como el cráneo se quebraba cada vez más, los coágulos negráceos de sangre salpicaban por toda la pared. Una vez en el suelo, Miguel se sentó sobre el cadáver para seguir golpeando. Benjamín ya había visto antes este tipo de rabia irracional, y, por segunda vez gritó:
—¡¡Ya basta!!
Miguel reaccionó, y sin mediar palabras soltó el objeto para buscar debajo de la mesada. Una puerta se abrió y salió Daiya con sus ojos llorosos y abiertos, dentro, se oía el llanto de Marta. Estiró sus brazos y la tomó, y, tras sacarla del sitio no pudo evitar estremecerse.
Sus labios dejaban divisar el dolor, sus irritados ojos comenzaban a soltar una mayor cantidad de lagrimas y su corazón parecía romperse como un fino cristal. La abrazó con fuerza y cayó arrodillado al suelo, solo se limitó a gritar con fuerza. La niña lloraba, pero su grito disminuía. Miguel no dejaba oír a los zombis con su fuerte grito, el cual Mauro pudo escuchar desde la calle.
—¡Distráelos, yo entraré a la casa! —Ordenó Mauro.
—Dispara, luego yo los atraeré.
Mauro lanzó dos disparos, varios se dieron la vuelta. Freud agitó sus brazos y comenzó a correr gritando en dirección a una tienda. Varios lo siguieron, los suficientes como para que Mauro pudiera entrar a la casa a costa de un par de balas. Dentro halló a varios zombis en el suelo. Benjamín estaba vomitando en un rincón y Miguel, aun yacía en el suelo de rodillas, gritando, sosteniendo a Marta en sus brazos con gran fuerza. Daiya, por otra parte, se había sentado sin decir nada, solo mirando al ensangrentado suelo, arañándose las piernas en un intento de sostenerlas.
—¿Qué pasó? —Preguntó agitado.
Movió la mano que cubría la cabeza de su hija, divisando que le faltaba la mejilla izquierda. Aun estaba despierta, pero ignoraba todo a su alrededor. Todo su mundo se había derrumbado, todo, absolutamente todo. Su corazón latía tan fuerte que parecía romper el esternón, su tráquea se contraía tan fuerte que su respiración parecía haberse obstruido, su lengua se secó en un instante atrayendo un sabor a hierro inaguantable junto a fuertes y frías punzadas, y su vista se había teñido de un carmesí tan vivo como el rostro de Satanás.
—Lo siento... —Susurró Miguel sin levantar la cabeza— No pude... no pude...
Mauro volteó y caminó de regreso al living, disparó sin apuntar a dos que entraban. Su cara era inexpresiva, dejaba caer su mandíbula y sus ojos parecían totalmente somnolientos. Salió de la casa y caminando con pasos fuertes se dirigió hacia la horda, con su mano junto a su cintura. Sus flojos dedos dejaron caer su pistola, para prontamente volverse garras. Con lagrimas cayendo de sus ojos tomó el hacha, apretó con furia sus dientes hasta hacerlos crujir y comenzó a correr. El calor invadió todo su torrente sanguíneo, su cabeza comenzaba a doler y sus ojos, llenos de llamas, hicieron retroceder a los propios zombis.
Sus cuerdas vocales comenzaban a desgarrarse por aquel rugido que enseñaba sus dientes, sus nudillos se marcaban al sostener el mango del hacha. El fuerte viento llevó su grito a los lugares más recónditos de la mente de aquellos seres, de los cuales solo unos pocos se atrevieron a acercarse.
El primero se abalanzó, pero poco duró cuando el filo del hacha cortó su cabeza de un solo tajo, rompiendo su columna vertebral como una pequeña rama. Un tembloroso grito salió de Mauro cuando apuntó a matar al segundo.
De un hachazo vertical partió su cabeza en dos, haciendo llegar al hacha hasta el pecho, donde detendría su camino y se atoraría, mas de una simple patada él pudo liberarla. Se lanzó contra el tercero, posando su firme mano contra aquel rostro, apuñalando el ojo izquierdo del ser con su pulgar y, de tres furiosos hachazos acompañados de breves gritos, arrancó la cabeza salvajemente.
Gritó una vez más alzando la cabeza decapitada por encima de la suya, para luego dejarla caer y meterse en la horda sosteniendo el arma con ambas manos. Freud no pudo ver nada más que cabezas volando acompañadas de fúricos gritos, gritos que no parecían de este mundo.
Las caras se abrían en dos, las piernas se separaban de sus rodillas, y las bocas veían como un filo se introducía solo para quitarles la cabeza.
Aquel enmascarado no se atrevió a acercarse, por primera vez en su vida sentía miedo. Jamás había temido a nadie, pero esa noche... esa noche sintió pavor de acercarse a Mauro, en especial cuando observó su rostro entre la multitud.
Su nariz arrugada, sus ojos inyectados en sangre, sus rugientes fauces que emanaban vapor de su interior. Ya no era un hombre, era un animal, una bestia que solo buscaba sangre. Que se abría paso arrancando cabezas, desgarrando músculos, rompiendo huesos, que buscaba que aquellos seres que le habían arrebatado su mundo sintieran siquiera una pizca del dolor que lo abrasaban por dentro, pero al no notar un ápice de sufrimiento de aquellos seres, solo se enfurecía más y más.