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Una pequeña vizcacha caminaba sobre las hojas de un caluroso monte, donde los rayos del sol penetraban como pequeños faros luminosos entre las hojas mecidas con suavidad por el acogedor viento. Las aves, posadas con suma comodidad sobre las ramas, cantaban melódicamente conformando una agradable melodía con el crujir de las hojas. Un animal como ese caminando en el exterior de día era algo extremadamente raro de ver, pues suelen salir a buscar alimento durante el luminoso manto de Selene. Algo estaba mal, una de sus crías estaba herida y, en consecuencia, esta madre había salido a buscar alimento mientras que el macho se encargaba de cuidar el nido. No era una actitud habitual en aquellos pequeños seres similares a conejos, y mucho más raro era que un humano pudiese verlos actuar como ellos. Pero la naturaleza es cruel e injusta, y formamos parte de ella.
Un fuerte estallido sonó. Las aves volaron pavorosas hacia el cielo, gritando, alertándose entre ellas. Las hojas del suelo se trituraron junto a una gran nube de polvo y cientos de pequeños huecos se formaron en la pata trasera izquierda de la vizcacha. La herida fue tal que gran parte de la pequeña pata salió volando junto a pequeños trozos de hueso. La sangre en diminutas gotas voló junto al polvo. La vista se tornó nublosa para el pequeño animal, el dolor era tal que no podía parar de quejarse. Trataba de correr, de dar pequeños saltos impulsada con su única pata trasera, pero no podía. El dolor era tal que apenas su cuerpo le respondía. No podía más que esperar.
Un hombre alto y corpulento, con un sombrero de cuero desgastado, unos lentes frente a sus ojos y un corto y prolijo bigote de escoba salió de entre los matorrales, sosteniendo una humeante escopeta en sus manos la cual colgó en su espalda mientras se acercaba al agonizante animal. Detrás de la planta se hallaban dos niños. El más alto –y mayor, de doce años– de cabello lizo y negro observaba todo con total imparcialidad. El menor y más bajo, de seis años, de cortos rizos castaños, solo observaba al pequeño animal con lagrimas en sus ojos, tapando su boca en un vago intento de evitar soltar un llanto.
—Pa, Miguel está llorando otra vez. No lo traigas más al maricón de mierda —Comentó el mayor.
—No lo molestes —Respondióle su padre.
—Vamos —Comentó el mayor mientras tomó el brazo de su hermano, jalándolo, llevándolo donde su padre.
Mientras se acercaban, el pequeño observaba los espasmos de la pequeña vizcacha.
—¿Por qué le disparaste ahí? Le duele mucho —Habló finalmente.
—La vida no es tan fácil —Contestó su padre mientras desenfundaba su filoso facón, tallado con un lema en quechua—. No puedes estar toda tu vida pensando en los demás. No es que esté mal, solo que debes ver por ti primero, y por tus seres queridos. Por eso dispara primero, luego vive con lo que suceda.
—Pero... ¿y si tenía hijitos?
—Si no éramos nosotros, lo habría agarrado otro animal. Quizás un ave, quizás un gato montés.
—Pero aun así...
El padre cortó la garganta de aquella vizcacha, colgándola de cabeza en un árbol, esperando a que terminé de desangrarse. Miguel observaba con especial detalle como el brillo de sus ojos se borraba. Otra vez brotaron las lagrimas de sus irritados ojos.
—Deja de llorar, maricón de mierda. Las milanesas que comes fueron vacas alguna vez —Se quejó su hermano mayor.
—Cállate...
—El pollo que comes con la sopa de la abuela fueron gallinas, que fueron separadas de sus pollitos —Elevó la voz.
—Mauro, basta —Objetó su padre.
—¡Cállate! —Sollozó tapándose los oídos.
—¡Y algún día nuestros papás van a morir también!
—¡¡Ya cállate!! —Intentó inútilmente en empujar a su hermano.
—¡¡Mauro, ya basta!! —Gritó su padre— Miguel, así es la vida. Todo está conectado. Comeremos ese animal, y cuando nosotros muramos, nuestro cuerpo alimentará a la tierra de la cual nacerán plantas y semillas, que alimentarán a más animales y a sus crías.
—Miras mucho por los demás, estúpido. Debes ver por tu familia —Comentó Mauro, observando de cerca al animal—. Pero solo eres un maricón de mierda, no lo entenderías.
Miguel no supo que responder. Simplemente se limpió sus lagrimas y mocos con su camiseta. Su padre se acercó al animal y dio un golpe en la nuca de Mauro, quien se quejó al respecto.
—No está mal mirar por los demás. Solo dije que primero estás tú, al menos hasta que tengas hijos. Vete tú a saber por qué salió este animal de día. Gracias a ello, podemos comer hoy —Comenzó a despellejar al ya muerto animal—. Una vez tienes hijos, primero están ellos.
—Nunca voy a tener hijos.
—Todos dijimos eso alguna vez —Rió mientras sacaba los intestinos de la vizcacha.
Mauro observó la vizcacha fijamente, con sus parpados pesados, preguntándose si algún día sería como ella, si sería reducido a alimento. Si era así, ¿qué sentido tenía vivir si al final todos terminábamos igual? Intentó responderse con las respuestas que su inexperta mente pudo maquinar, pero al final lo olvidó y ese día comió la carne. Miguel también, olvidando la tristeza al sentir el sabor en su boca. Ninguno de los dos lo supo, pero ese día aprendieron lo fugaz que era la vida, como un día, de un momento a otro, puedes morir. Solo basta una mala decisión, un simple descuido... un poco de cansancio.
Los ojos de Mauro poseían unas grandes ojeras mientras divisaba su antebrazo, donde el ardor era inaguantable. Con la manga de su abrigo se secó las lagrimas. Tomó suavemente a su hija y la posó sobre el sillón con extremo cuidado, luego se acercó a la ventana y observó a aquellos seres golpeando la reja, doblándola cada vez más.
Casi eran las seis menos veinte, sus ojos le ardían, su cabeza dolía cada vez más. Si seguía así, caería desmayado, pero dormirse no era una opción. Subió al segundo piso y se asomó por una ventana hacia la gran calle. Sus ojos temblaron, sus pupilas se contrajeron y sus manos temblaron. La blanca neblina no era más que una amalgama negra de zombis. No sabía cómo ni por qué, pero una gran cantidad de ellos se agrupó contra la casa, haciendo ceder cada vez más la reja. Todo era un mal chiste. Un mal chiste que dejaba de dar gracia. Finalmente sucedió lo esperado, y con un fuerte estruendo la reja cayó despertando a todos de un salto.