Brașov, Rumania.
08:15 a.m.
—Comenzamos un día más —murmuro, abriendo los ojos con la misma pesadez de siempre.
Aunque hoy es lunes, es mi día de descanso. Sí, lo sé, algo poco habitual en la rutina laboral, pero parece que esta vez la suerte me ha sonreído, o tal vez mi nuevo jefe ha decidido regalarme un respiro. En este trabajo, los días libres son un lujo escaso, una concesión que rara vez me permito disfrutar.
—Bien, feliz primer día de descanso lejos de casa —susurro, observando la habitación mientras me envuelvo más en el edredón—. Para costar casi cuatrocientos euros la noche, está bastante bien. Aunque, si tuviera más tiempo, tal vez podría aprovecharlo mejor.
Nunca fui fanática de Airbnb, pero mi mejor amigo Cristiano insistió tanto en que Scandiland sería la opción perfecta para mi trabajo temporal en Brașov, que terminé cediendo. Según él, era el refugio ideal para desconectar del caos que arrastro a diario. «Es moderno, tranquilo, y por las noches tendrás el espacio que necesitas para estar en paz, lejos de todo ese torbellino que captas en cada foto», me dijo con esa confianza suya que suele ser contagiosa.
El departamento, con su decoración moderna y lujosa, se presenta como un contraste perturbador ante el desorden interno que arrastro. La luz que entra por las amplias ventanas ofrece una calma que se siente casi irreal. Mi cuerpo puede estar aquí, pero mi mente sigue atrapada en la vorágine de la rutina, incapaz de encontrar ese respiro tan prometido.
Tiene todo lo que esperaba: una cocina bien equipada, una chimenea que invita a perderse en la quietud, y un dormitorio con una cama que parece hecha para dos, aunque yo esté sola. Sin embargo, por mucho que los muebles de diseño y la serenidad del vecindario sugieran descanso, nada logra aliviar los pensamientos pesados que me siguen a todas partes, mucho menos pueden disipar las sombras que llevo conmigo desde hace dos semanas.
Desde que puse un pie en Rumania, cada noche es un eco de la anterior. El mismo hombre, la misma voz susurrando en mi oído. «Búscame… Búscame en tu mundo». Su mirada es un abismo que no logro descifrar, su tacto—tan irreal y vívido a la vez—me deja con la piel erizada incluso después de despertar. Y lo peor es que, no sé si temo encontrármelo o si, en el fondo, lo deseo.
Me incorporo con esfuerzo y camino hasta la puerta corrediza del balcón, permitiendo que el aire de los Cárpatos disipe los últimos rastros del sueño. Cierro los ojos y exhalo lento, intentando expulsar con ese aliento las sombras que me persiguen.
—Es solo agotamiento —me repito—. Mi trabajo, mi mente sobrecargada, el estrés acumulado… todo debe tener una explicación lógica.
Pero entonces, esa otra voz dentro de mí—persistente, incómoda—susurra lo que intento ignorar:
«¿Y si él es real? Las caricias no deberían sentirse tan reales en un sueño. Lo sabes».
—¡Hey, Vashti! —la voz de Marius, el joven propietario del edificio, me toma por sorpresa—Aquí abajo.
Me acerco al barandal helado y me asomo. Él sacude la mano desde el estacionamiento y sonríe, como esperando que le preste atención. El aire frío se cuela por las mangas de mi suéter, pero no me muevo. Solo lo observo.
Hoy, como todas las veces, aparece en el momento menos esperado. No me sorprende verlo otra vez a esta hora, con esa costumbre casi adolescente de aparecer sin previo aviso. Desde que llegué a Brașov, ha mostrado un interés peculiar por mí. No de una forma evidente o invasiva, pero siempre está cerca, ya sea para ayudarme con el departamento o para hacer preguntas sobre mi trabajo, ese que me lleva a fotografiar cosas que muchos no quieren ni imaginar. Al principio pensé que solo era cortesía, ya que estoy quedándome en su propiedad, pero con el tiempo me di cuenta de que había algo más, algo que se escondía detrás de sus palabras y sonrisas.
—Buenos días, señor Lonescu —sonrío, tratando de acomodar un poco mi cabello color zanahoria—. ¿Qué haces por aquí?
—Vine a dejarte unos cupones de Carrefour y Mega Image. Tienen buenos descuentos esta semana, especialmente en café y vino —saca un sobre del bolsillo interior de su chaqueta North Face—. También hay uno de Sensiblu, por si necesitas algo de la farmacia. ¿Me dejas pasar?
—Te agradezco mucho, pero no hace falta —niego con la cabeza—. Solo tíralo en el buzón y mas tarde paso por él.
—Eres mas fría que un témpano de hielo, păpușă (muñeca).
—Soy fotógrafa forense, ¿qué esperabas? —le regalo media sonrisa.
—No me lo recuerdes —sacude su cuerpo—. Hasta escalofríos me dan de solo pensar las cosas que has fotografiado.
—Ni te imaginas —alzo las cejas.
—¿Alguna noticia con respecto a… ya sabes, los cuerpos? —baja la voz en la última frase, temiendo que alguien más pueda escucharlo.
Su curiosidad es comprensible, aunque la mayoría de las personas preferiría no hablar del tema.
—Nada todavía —respondo, cruzándome de brazos—. La policía sigue analizando las últimas pruebas, pero no hay un avance significativo.
—No sé cómo logras dormir después de ver esas… escenas —suelta una risa nerviosa.
—¿Quién dijo que duermo? —levanto una ceja—. Ademas, no hay nada que un buen cafe no pueda borrar.
—Quizás —se queda en silencio un momento, pero luego carraspea—. Bueno, si en algún momento necesitas algo… ya sabes dónde encontrarme —da un par de golpecitos al sobre y lo desliza en mi buzón—. ¿Te veo mas tarde?