Cuando finalmente llegaron a casa, Misael trató de dirigirse al baño, pero su hermana Lara lo detuvo con entusiasmo.
—¿Has visto muchos animales?
—No —contestó con voz seca.
Subió al piso de arriba y se encerró en el baño, dejando a su hermana algo confundida.
Al abrir la ducha, se derrumbó por completo. Bajo el agua caliente, lloró en silencio, dejando que las emociones contenidas del día lo inundaran.
Mientras tanto, Ricardo y su mujer discutían en el salón. La madre intentaba calmar los ánimos, pero su esposo no estaba dispuesto a ceder.
—¡No sé qué estamos haciendo mal! —gritó exasperado—. A veces pienso que nuestro hijo es... ya sabes.
—Tranquilízate —respondió Lucía—. Que no le guste cazar no significa nada, solo es un muchacho sensible.
—¡Sensibilidad no es lo que necesita un hombre! —replicó—. Debería estar juntándose con chicos como Rafa, no con ese sudaca.
Lara, que pretendía ver la televisión sin escuchar la discusión, decidió intervenir.
—Papá, Miguel es amable —aseguró—. Me está enseñando a jugar al fútbol.
—¡Las niñas no juegan al fútbol! —criticó con dureza—. Dedícate a tus clases de interpretación.
Lucía intentó calmarlo una vez más, pero Ricardo estaba decidido.
—¡Esto se acaba hoy! Voy a ser más estricto, como mi padre lo fue conmigo. Nuestros hijos van a aprender lo que es obedecer.
Cuando Misael bajó a cenar, el ambiente estaba cargado.
—Bendito seas, Señor, por esta comida que vamos a compartir y que es signo de paz, de alegría y fraternidad —Ricardo bendijo la mesa bajo un silencio sepulcral—. Amén.
Los hijos masticaban en silencio mientras sus padres hablaban de planes para disecar la cabeza del jabalí. Misael intentó protestar, pero Ricardo golpeó la mesa con un estruendo que dejó a su familia inmóvil.
—¡Me tienes harto! —voceó, señalándolo con el dedo índice—. ¡Quiero que dejes de compadecerte por los dichosos animales y empieces a complacer más a tu padre!
—Pero...
—¡No hay peros! —interrumpió con un grito ensordecedor—. Eres un Jiménez, y como tal, debes comportarte. ¿Te imaginas lo que diría tu abuelo si supiera que su nieto lloró al ver morir a un jabalí? ¡Se revolvería en su tumba!
El rostro de Ricardo se tensó aún más.
—Tu abuelo odiaba a los revolucionarios izquierdistas que provocaron la guerra civil en este país —continuó, con los ojos cada vez más desencajados—. Y aunque me hierva la sangre decirlo, cada vez tengo más sospechas de que tus ideales se parecen a los de esos desgraciados.
Misael tragó saliva, intentando contener el llanto que se arremolinaba en su pecho. No sabía de políticas ni de luchas ideológicas, solo comprendía la bondad y la justicia, lo que sentía como justo para la gente, sin importar de qué lado se encontrara.
—A partir de ahora harás todo lo que yo te diga —su tono era implacable—. ¡No quiero volver a verte cerca de ese maldito boliviano!
—¡Miguel es mi mejor amigo! —protestó Misael, roto a consecuencia de la indignación.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Ricardo, golpeando la mesa de nuevo—. ¿Es que no hay españoles en Madrid con los que puedas relacionarte?
—¡¿Y qué más da que sea extranjero?! —Misael se levantó de su asiento, encarando a su padre con una valentía impetuosa—. ¡Por mucho que reces y veas la misa en la tele, no dejas de ser una mala persona! ¡Si realmente existiera el infierno, tú entrarías de cabeza!
El estallido del joven desató el lado más oscuro de su padre, que, sin pensarlo, le propinó un manotazo en los morros.
—¡Ricardo, por favor, tranquilízate! —rogó Lucía, poniéndose entre ambos.
—¡Cállate! —gritó él, con una furia incontrolable—. ¡Recoge la mesa y mantén la boca cerrada! ¡Esto es culpa tuya! Si no hubieras sido tan blanda cuando eran niños, nada de esto habría pasado.
Lara salió corriendo hacia las escaleras que conducían al piso superior, llorando en silencio, mientras Misael, mareado por el golpe, se llevó una mano a la nariz.
—Estoy sangrando... —murmuró asustado.
Su madre se quedó paralizada al ver la sangre en el rostro de su retoño.
—¡No se te ocurra entrometerte! —le advirtió Ricardo—. ¿Sabes cuántas veces me pegó mi padre? ¡No te haces una idea! —dio un sorbo a su copa de vino—. ¡Esto es parte de la educación! Si queremos que nuestros hijos lleguen lejos, tenemos que ser inflexibles.
Aquella noche, Misael se acostó con la sensación de que no tenía escapatoria. Su mundo estaba controlado por reglas que no entendía ni compartía, pero que le eran impuestas sin compasión.