3 Vidas para morir

Capítulo 4 (Lecheras Jiménez S.A)

Ricardo iba camino a su empresa, con un cigarro encendido durante buena parte del trayecto.

Lecheras Jiménez S.A era el coloso empresarial que había heredado de Don Pablo, su padre. Un monstruoso negocio situado a las afueras de Soto del Real, y que se extendía por más de cincuenta mil metros cuadrados. En esa inmensa macrogranja, convivían cerca de cinco mil vacas lecheras y quinientas de cría. Además, junto al recinto, operaba un pequeño matadero donde los terneros machos eran sacrificados y su carne vendida bajo un pseudónimo diferente, ocultando así el origen real del producto.

Las denuncias de grupos ecologistas eran un ruido constante alrededor de la empresa. Aunque Ricardo intentaba distraer la opinión pública con campañas de publicidad engañosa, el impacto ambiental de su negocio era innegable. El nivel de explotación era desmesurado: solo el agua necesaria para mantener la macrogranja, alcanzaba un millón y medio de litros diarios, utilizados tanto para consumo directo de los animales como para limpieza.

El problema no terminaba ahí. La generación de residuos era descomunal. Más de cien mil toneladas de excrementos se producían anualmente, una cantidad equivalente a los desechos orgánicos de una población de más de un millón de personas. Para ponerlo en perspectiva, esta cantidad igualaba a la producción de residuos orgánicos de toda la provincia de Bizkaia.

En condiciones normales, el estiércol puede ser beneficioso para la agricultura, actuando como fertilizante natural gracias a su riqueza en nutrientes. Sin embargo, la escala masiva de esta explotación, transformaba un recurso útil en una amenaza ambiental. El exceso de excrementos liberaba contaminantes como amoníaco, metano y óxido nitroso, este último con un impacto climático devastador: era 292 veces más potente que el dióxido de carbono en su contribución al efecto invernadero.

A todo esto, debía sumarse otro dato preocupante: la enorme superficie de cultivo necesaria para producir los 150 mil kilogramos de forraje que cada día alimentaban a las cinco mil quinientas vacas, sin incluir a los novillos. Este recurso, lejos de ser inagotable, también añadía presión sobre los ecosistemas circundantes.

Una vez abierta la barrera del aparcamiento privado, Ricardo estacionó su vehículo en el lugar de siempre. Cerró la puerta sin prestar mucha atención, centrado en lo que le esperaba ese día. Sin embargo, un movimiento junto a la valla de alambre lo sacó de su concentración.

—¡Oye, Carlos! —exclamó al ver a uno de sus empleados de limpieza agachado junto a la cerca.

El hombre, sobresaltado, se levantó rápidamente, sosteniendo una bolsa de pienso entre las manos.

—Buenos días, señor —dijo Carlos, con voz serena—. Estoy dando de comer a estos pobres gatitos.

Ricardo entrecerró los ojos, mientras la irritación tensaba las líneas de su rostro.

—¿Acaso no sabes que puedo despedirte por esto?

Carlos bajó la mirada y dejó la bolsa en el suelo. Luego, con una dignidad inesperada para alguien en su posición, se arrodilló frente a los pequeños animales, como si quisiera protegerlos.

—No puedo abandonarles a su suerte —murmuró, sin perder la calma—. Estos gatitos perdieron a su madre hace un par de días. La encontré atropellada al otro lado de la carretera.

Una de las crías se acercó maullando, pequeña y frágil, hasta los pies de Ricardo. Por un instante apenas perceptible, sus ojos parecieron suavizarse, como si un destello de compasión los atravesara. Pero la dureza regresó rápidamente, y sin dudarlo, lo apartó con una patada.

Carlos se inclinó hacia delante, casi como si sintiera el dolor del animal en su propio cuerpo.

—Por favor, señor, no les pegue —dijo con voz profunda y calmada, bajando la frente hasta tocar el asfalto—. He oído en la radio que en unos días volverán las nevadas a Madrid. Déjeme alimentarlos al menos hasta que pase el frío.

Ricardo lo observó desde arriba, como un rey que mira con desdén a un súbdito insignificante. Sin embargo, había algo en los ojos de Carlos, algo inexplicablemente tranquilo, que desconcertó al presidente de la compañía por un momento. Esa calma le resultaba molesta, aunque no lograba identificar el porqué.

—Te lo diré claro, para que incluso alguien como tú pueda entenderlo —respondió Ricardo, volviendo a endurecer su tono—. Si vuelvo a verte dando de comer a esos bichos, estás despedido.

Carlos levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Su expresión no era desafiante, pero había una profundidad misteriosa en su mirada, como si viera algo más allá de lo perceptible.

Ricardo se giró bruscamente, incómodo, y comenzó a caminar hacia la puerta de entrada.

Accedió al edificio principal y recorrió el pasillo que conducía al ascensor, y una vez en el tercer piso, avanzó con firmeza hasta su despacho.

—Buenos días, presidente —saludó Ramón, desde el umbral del despacho—. ¿Cómo se encuentra?

—No tengo ganas de hablar —replicó Ricardo mientras se hundía en su sillón—. Enséñame ese vídeo cuanto antes.

El segundo al mando de la empresa asintió en silencio, pero antes de encender el dispositivo, Ricardo lo observó con una ceja alzada.

—Por cierto, ¿qué tal fue el cumpleaños de tu hijo? ¿Le gustó mi regalo?

Por un instante, Ramón pareció quedarse paralizado. Sus dedos se apretaron ligeramente contra el iPad que sostenía, y un leve temblor recorrió su mandíbula.

—Sí, señor —desvió la mirada, como si el mero recuerdo del tema le resultara incómodo—. Le encantó...

—Una escopeta no es poca cosa —añadió—. Es una joya, una extensión del alma de un hombre. Es bueno que empiece joven; aprenderá disciplina, precisión... y carácter.

Ramón apretó los labios, recordando a su hijo de quince años.

—Vamos al grano —Ricardo se encendió un cigarro—. ¿Qué es lo que tengo que ver?

El vicepresidente puso el dispositivo sobre la mesa, abrió el archivo y la pantalla comenzó a cargarse.




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