3 Vidas para morir

Capítulo 7 (El silencio del traidor)

Lejos de allí, en las afueras de Soto del Real, Ricardo fumaba nervioso, sujetando el teléfono con una mano y gesticulando con la otra.

—¡¿Todavía no tenemos nada que nos ayude a identificar a ese hijo de perra?! —rugió, con la voz crispada por la ira—. ¡Voy a reunir a mis empleados y yo mismo haré que confiese!

Las advertencias de sus abogados no lograron detenerlo. Su determinación era inquebrantable, alimentada por una mezcla de paranoia y furia. Ordenó a Ramón convocar a todos los trabajadores, sin excepción, en la sala de recibimiento.

Una hora más tarde, Ricardo observaba con impaciencia a los más de doscientos empleados que llenaban el espacio.

—Ricardo, cada trabajador debería estar en su puesto —murmuró Ramón, intentando razonar—. Esto no es...

—¡Cállate y deja que sea yo quien hable! — lo interrumpió sin miramientos.

Ricardo avanzó unos pasos, elevando la voz, para que todos pudieran escucharle.

—Uno de vosotros ha traicionado la mano que le da de comer —anunció sin preámbulos—. Probablemente no tengáis idea de qué estoy hablando, a excepción del Judas que intenta coaccionarme.

Los empleados se miraban unos a otros, confusos y tensos. Un murmullo comenzó a extenderse por la sala, pero Ricardo lo cortó de raíz con un golpe seco en la mesa más cercana.

—Voy a encontrarte, cobarde —amenazó, con los ojos desencajados—. El vídeo que has grabado con cámara oculta no tendrá ningún valor en un juicio.

Caminó lentamente entre las filas de empleados, deteniéndose de vez en cuando para clavarles una mirada intimidante.

—He hablado con la Agencia Española de Protección de Datos. Están preparados para eliminar ese vídeo en cuanto intentes colgarlo en internet —Hizo una pausa, disfrutando del impacto de sus palabras—. Y la prensa más relevante del país ya tiene órdenes de no tocar este caso.

De repente, su atención se detuvo en uno de los empleados extranjeros.

—¿Por qué hay un moro trabajando en mi empresa? —preguntó con desprecio.

El trabajador, un hombre marroquí de mediana edad, levantó la vista, nervioso.

—Señor, yo no saber nada sobre vídeo que usted hablar —respondió con voz temblorosa.

Ricardo frunció el ceño.

—No me fío de los moros, sois rencorosos y perversos por naturaleza —Se giró hacia Ramón—. ¿Quién es el responsable de su contratación?

Su compañero intentó calmarlo.

—Con el debido respeto, presidente, Moad es uno de los empleados más modélicos de...

—¡No digas estupideces! —le cortó, alzando la voz—. ¡Los moros no son ejemplo de nada!

Acto seguido, encendió un cigarro mientras se dirigía hacia la salida.

—Esta reunión ha terminado. ¡Volved a trabajar! —gruñó.

Antes de cruzar la puerta, se giró de nuevo.

—¡Ramón! —vociferó—. Prepárale a ese islamita los papeles del despido.

El segundo al mando intentó interceder.

—Pero, Ricardo...

—¡Hazlo!

Cuando llegó a su despacho, Ricardo se dejó caer en la silla, pero tres golpes secos en la puerta lo hicieron erguirse de inmediato.

—¿Se puede? —preguntó una voz desde el otro lado.

—¡Adelante! —exclamó sin levantar la vista—. ¡Eres tú, Carlos! ¿Qué demonios quieres?

El empleado de limpieza entró con pasos firmes, con unos papeles en la mano que extendió hacia Ricardo.

—Es mi renuncia —dijo con voz fría y controlada—. No quiero seguir perteneciendo a esta empresa.

Por un momento, Ricardo se quedó sin palabras, pero rápidamente estalló en carcajadas.

—¡Ojalá no vuelva a verte en lo que me queda de vida! —exclamó, entre una mezcla de furia y burla.

Cogió los papeles y sacó el bolígrafo del bolsillo de su chaqueta.

—¿Dónde firmo? —preguntó, como si fuera un trámite insignificante.

—En los tres documentos, por favor.

Ricardo firmó rápidamente, sin molestarse en leer.

—¿No tiene interés en saber por qué dimito? —cuestionó Carlos, con un tono más misterioso que de costumbre—. ¿Ni siquiera va a revisar lo que está firmando?

Ricardo levantó la vista con una sonrisa despectiva en sus labios.

—No necesito leer la sarta de gilipolleces que habrás escrito.

—Es una pena señor Jiménez, es una pena... —murmuró casi sin voz, justo antes de recuperar los papeles y marcharse por la puerta.

La noche del martes al miércoles se alargó interminablemente para todos los miembros de la familia Jiménez. La cena fue un silencioso campo de batalla en el que nadie se atrevió a sacar conversación.

Después, cada uno se refugió en su habitación, enfrentándose a sus propios demonios.

Misael no podía apartar los ojos de la pantalla de su móvil. Las llamadas y mensajes enviados a su amigo Miguel seguían sin respuesta, y la incertidumbre lo consumía. Lara, por su parte, se sentía incómoda junto a Jennifer; ella deseaba jugar y charlar con Nerea, la única persona con quien realmente compartía afinidades. Lucía, en su cama, se revolvía entre las sábanas, incapaz de apartar a Diego de sus pensamientos, un remolino de atracción y culpa que no le daba tregua. Ricardo, en su estudio, fumaba de manera compulsiva. Cada bocanada de humo intentaba calmar los nervios que le provocaba imaginar el momento en el que el vídeo grabado con cámara oculta saliera a la luz.




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