3 Vidas para morir

Capítulo 11 (El canto del canario)

Las tres niñas se quedaron solas, acompañadas de Nora.

—Oye, criada, ¿podrías traerme un cargador para mi teléfono móvil? —le preguntó Jenni con desprecio, sin molestarse en mirarla a los ojos.

Acostumbrada al trato frío de algunos invitados, no dejó de recoger los platos.

—Me llamo Nora —respondió con firmeza—. Y no, no puedo, estoy ocupada.

Jennifer la observó de reojo.

—Qué chacha más maleducada — murmuró con desprecio.

Sin decir más, subió las escaleras con paso apresurado y entró en la habitación de Lara. Nada más abrir la puerta, sus ojos se abrieron de par en par al notar el movimiento de algo pequeño en el suelo.

—¡¿Qué demonios es eso?! —exclamó, señalando al animal con horror.

Lara, con el gatito negro entre las manos, intentó calmarla.

—¡Estáis locas! ¡Ese bicho debe estar lleno de pulgas! —vociferó con asco—. ¡Tiradlo por la ventana antes de que nos infeste!

Nerea le lanzó una mirada asesina, pero Jennifer, lejos de achicarse, alzó la barbilla.

—¡Pues márchate con él si tanto te importa!

—Ojalá pudiera, pero mi hermana es alérgica al pelo de los gatos —contestó cabizbaja—. De no ser por eso, lo adoptaría sin dudarlo.

Lara abrazó con ternura al pequeño felino, acariciando su cabeza con delicadeza. Mientras lo hacía, pensó en Nieve, el gato blanco de Miguel que había muerto recientemente, y una idea la llenó de esperanza.

—Se quedará aquí esta noche y mañana le pediré a Misael que hable con Miguel —dijo con ojos brillantes—. Quizá él pueda quedarse con este pequeño.

—¡Si seguís así, os vais a contagiar un montón de enfermedades! —gritó desde la puerta—. ¡No volveré a acercarme a vosotras hasta que os bañéis en lejía!

Visiblemente irritada, caminó a través del pasillo, en dirección a las escaleras.

—Por favor, no le digas nada a mi padre —imploró la hija de Ricardo—. Te lo ruego.

Jennifer se detuvo un momento y ladeó la cabeza, como si estuviera considerando la petición.

—Eso depende de vosotras. Más os vale que ese bicho no me contagie nada —respondió con frialdad—. Necesito cargar el móvil. ¿Dónde puedo encontrar un cargador?

Lara abrió el cajón de su escritorio y le entregó el suyo propio.

—Toma, utiliza el mío.

Jenni retrocedió para cogerlo y, sonriente, descendió al piso inferior.

El resto de la tarde, Lara y Nerea se dedicaron a cuidar del gatito en silencio, unidas por el deseo de proteger aquella pequeña vida, mientras Jennifer intentaba, sin éxito, contactar con sus padres para que fueran a recogerla cuanto antes.

Finalmente, a las siete y cuarto de la tarde llegó Ricardo. Nada más entrar por la puerta, fue recibido por Jennifer, quien parecía estar esperándole.

—¿Dónde están todos? —preguntó intrigado.

Jennifer no dudó ni un instante en señalar las escaleras, con una mezcla de satisfacción y malicia.

—Lara está con su amiga Nerea en la habitación —respondió sin remordimientos—. Han pasado de mí y, además, tienen un gato escondido.

El grito colérico de Ricardo atravesó las paredes.

—¡Lara! ¡Esta vez te has pasado de la raya!

Con pasos firmes y acelerados, subió al piso superior mientras Jennifer lo seguía de cerca, regodeándose en el caos que había provocado. Abrió la puerta de la habitación de su hija de golpe, asustando a las niñas, que intentaban esconder al pequeño gato.

—¡Así que es cierto! —exclamó furioso—. ¡Has metido una alimaña en mi casa!

Jennifer, a sus espaldas, esbozaba una sonrisa triunfal, mientras las dos niñas se aferraban al diminuto felino, que maullaba asustado entre sus brazos.

—Papá, por favor —suplicó Lara con las lágrimas surcando su rostro—. Solo se quedará esta noche... ¡Te lo ruego, no le hagas daño!

Pero Ricardo, consumido por su enfado, estaba completamente fuera de sí. Ignorando la petición de su hija, le arrebató al gatito de las manos con brusquedad.

—¡Encima negro! —vociferó con desprecio—. ¡Espero que no nos haya traído mala suerte!

Con una frialdad desgarradora, levantó al pequeño animal por las patas traseras y lo lanzó violentamente contra el suelo, dejando un silencio sepulcral en la habitación. Nerea, envuelta en llanto, agarró al gato y salió corriendo escaleras abajo, a la vez que Ricardo se giraba hacia Lara.

—¡Estás castigada hasta nuevo aviso! —la señaló con el dedo—. ¡Y no quiero que vuelvas a juntarte con la hija de los batasunos!

El rostro de la niña era un cuadro de dolor y miedo, pero su padre, aún cegado por la ira, se fijó en la jaula de Pidgey, que estaba en una esquina de la habitación.

—¡Y esa jaula! —gruñó, acercándose con pasos decididos.

Lara reaccionó de inmediato y se puso delante de su amado canario.

—¡No! —gritó desesperada—. ¡Por favor, papá, no le hagas nada! ¡Es Pidgey!

Pero Ricardo, implacable, la apartó de un empujón, y con una mano temblorosa de rabia, agarró la jaula y salió del cuarto, ignorando los sollozos de su hija.

—¡Papá, te lo suplico! —gritaba Lara, corriendo detrás de él.

Ricardo atravesó la casa hasta salir al porche. Cruzó la acera, donde estaba el contenedor de basura, y, sin mediar palabra, abrió la tapa.

—¡Esto te pasa por desobedecerme! —vociferó mientras lanzaba la jaula, con el canario dentro, al fondo del contenedor—. ¡Te he dicho miles de veces que no quiero más animales en casa!

La tapa se cerró con un golpe seco, y el sonido pareció romper algo en las entrañas de Lara. Paralizada en el porche, sus lágrimas caían incontrolablemente mientras veía cómo su padre regresaba sin mirar atrás.

—¡Eres un monstruo! ¡Te odio!

Ricardo entró de nuevo en casa, con los pensamientos nublados. Las últimas palabras de Lara le resultaban extrañamente familiares, como un eco de su propia infancia. Un recuerdo trató de aflorar en él, pero lo rechazó, apretando los dientes y obligándose a olvidarlo.

—Muchas gracias por tu sinceridad, Jennifer —dijo a la invitada—. Ojalá mi hija fuera más como tú.




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