Dicen que para cumplir tus sueños hay que sacrificar cosas, y vaya que es verdad. No importa si es algo grande o pequeño, siempre hay algo que dejas atrás. En mi caso, sacrifiqué tiempo, mucho tiempo. No dormí, no salí con amigos ni con mi familia. Me perdí cumpleaños, bailes y fiestas. Incluso dejé de estudiar como debería, lo que se reflejó claramente en mis calificaciones. Todo esto me desmotivaba de vez en cuando. Había momentos en los que me preguntaba si valía la pena tanto esfuerzo.
Pero luego miraba lo que había logrado: un sueño que antes parecía imposible, convertido en algo real. Y en ese momento, sentí que, tal vez, todo lo que había sacrificado sí valdría la pena.
Después de tenerlo en digital, solo quedaba lo más sencillo, o al menos eso pensaba: mandarlo. Llené la hoja de datos, y como aún era menor de edad, tuve que conseguir un permiso firmado por mis padres. Ya estaba todo listo, solo faltaba presionar el botón de "enviar" y todo habría terminado.
Contemplé mi manga, lo vi como si fuera una obra de arte. Cada línea, cada diálogo, cada esfuerzo, estaban ahí. Tomé aire y, con nervios en las manos, presioné el botón. Listo. Se acabó. Ahora solo quedaba esperar.
Y esperé... esperé mucho más de lo que creí que podría. Los días se volvieron semanas y luego meses. Mi mente no paraba de torturarme: ¿Lo llené todo bien? ¿De verdad lo envié? ¿Y si me rechazan por ser menor de edad? ¿Y si no gano? Toda esa dedicación, las noches sin dormir, las fiestas que me perdí, las malas calificaciones... ¿Habrá valido la pena?
Finalmente, un día, publicaron los resultados. Mi corazón latía como nunca. Y ahí estaba, mi nombre, pero no como yo soñaba. Quedé en tercer lugar. No habría viaje a Japón, solo una pequeña mención y un premio simbólico.
¿Alguna vez han sentido que tienen algo en sus manos, algo que realmente les pertenece, y de repente se los quitan? Así me sentía yo, destrozado por dentro. Era como si me hubieran vaciado. Había dado todo de mí, me había esforzado al máximo, y aun así, no fue suficiente. Se siente horrible perder después de haber puesto tu alma en algo.
Pasé un buen tiempo así, sin ganas de nada. Ya nada me animaba, nada me reconfortaba. Ni siquiera las vacas que solían corretearme cuando iba a la escuela. Me miraban con tristeza, y es como si decidieran no perseguirme más. Sabían que algo andaba mal. Cuando llegaba al salón, veía al gallo que siempre me robaba mi silla, pero ya no tenía fuerzas para pelear. Me sentaba en el suelo, rendido.
Dicen mis abuelos que los animales pueden sentir cuando estás triste. Y tal vez sea cierto, porque cada vez que me sentaba abatido en el suelo, el gallo se acercaba, como queriendo consolarme.
Alfaro, mi mejor amigo, también trataba de levantarme el ánimo. Hacía todo tipo de tonterías para hacerme reír o distraerme. Pero nada funcionaba. El vacío seguía ahí, y la tristeza no se iba.
Cuando llegaba a trabajar al restaurante de mi tío, ya nada me importaba. Ni los clientes, ni las bromas que solía hacerles. Había dejado de decirles cosas como "Ahí te va tu taco de longaniza" o "Aquí está la que te gusta, unos tacos de cabezona". Incluso creo que mi tío notó que algo no estaba bien conmigo. Siempre me invitaba a comer, diciendo que unos tacos curarían el corazón. Pero, aunque lo intentara, nada lograba animarme.
Al llegar a casa, me tiraba en la cama, mirando al techo, dándole vueltas a la cabeza. ¿En qué había fallado? ¿Qué hice mal? Me sentía atrapado en un ciclo de preguntas sin respuesta.
Fue entonces cuando mi madre intervino. Se acercó a mí, sentándose en la orilla de la cama, y sin decir mucho al principio, me miró con esos ojos que siempre parecían saber lo que pasaba por mi mente.
Fue cuando recordé cómo de niño mi madre siempre me leía cuentos antes de dormir, incluso cuando ya no podía más del cansancio. Esa dedicación siempre estuvo ahí, incluso ahora, en medio de mi dolor
Con suavidad, empezó a hablarme.
Cuando mi madre entró en mi habitación, no necesitó decir nada. Con solo verla sentarse al borde de la cama, ya sabía que algo iba a cambiar. Sentía el peso de su mirada sobre mí, pero yo seguía mirando el techo, intentando aguantar lo que fuera que estaba apretando mi pecho.
—¿Puedo contarte algo? —dijo suavemente, como si supiera que la única forma de llegar a mí era a través de sus palabras.
No respondí, pero tampoco la detuve. Mi cuerpo estaba demasiado agotado para protestar. Entonces, ella empezó a hablar, su voz calmada y cálida como siempre lo había sido.
—Cuando tenía tu edad, también soñaba en grande. —Hizo una pausa, mirando al suelo antes de continuar. —Soñaba con salir de este pueblo, con conocer el mundo. Había una beca que significaba todo para mí… Trabajé día y noche, me esforcé tanto, dejé de lado muchas cosas, igual que tú. Pero al final, no la obtuve.
Las lágrimas que había contenido por días empezaron a llenar mis ojos, pero me las tragué, como siempre lo hacía.
—Sentí que todo mi esfuerzo fue en vano, que lo que había hecho no servía de nada. —Su voz tembló un poco, como si también estuviera recordando ese dolor que llevaba guardado. —Lloré, me sentí vacía… igual que tú ahora.
Al escucharla decir esas palabras, fue como si un dique dentro de mí se rompiera. Las lágrimas, que había reprimido por tanto tiempo, comenzaron a escapar sin permiso. Sentí el calor quemándome los ojos mientras mi pecho se agitaba.