El día finalmente había llegado. Me desperté unas horas antes de la partida. Tomé mis maletas, mi celular, mi cartera, y eché un último vistazo a mi cuarto. Miré mi cama destendida, la ropa tirada por el suelo, mi vieja computadora, y el escritorio donde tantas veces me desvelé dibujando para hacer el manga. Todo valió la pena. Era como si me estuviera despidiendo de mi pequeño refugio. Cada rincón tenía un recuerdo, y por un momento me sentí nostálgico, sabiendo que estaría lejos por un tiempo.
Salí de la casa y, para mi sorpresa, allí estaban mi mamá, mis abuelos, mis tíos, y mis primos, todos reunidos frente a la puerta. Sentí una emoción indescriptible al verlos a todos despidiéndose de mí. No soy bueno para las despedidas, y por eso solo pensaba en decir adiós a las personas más cercanas. Pero ver a toda la familia reunida me conmovió profundamente.
Mis abuelos fueron los primeros en acercarse. Me abrazaron con esa calidez única que solo los abuelos tienen. Sus voces, marcadas por los años, me llenaron de ternura:
— Cuídate bien, hijo —me dijo mi abuelo, con los ojos brillantes—. Pórtate bien. Estamos orgullosos de ti. Pon en alto el nombre de la familia. Sabemos que puedes hacerlo.
Sus palabras tocaron una fibra en mí que no esperaba. Mirar a mi familia reunida en ese momento, despidiéndose de mí con tanto cariño, hizo que las lágrimas se me escaparan sin control. Sabía que solo me iba por 30 días, pero el peso de ese adiós me golpeó más fuerte de lo que había imaginado. No verlos durante todo ese tiempo me llenaba de una tristeza que no podía evitar.
Aquí tienes una versión mejorada de la escena, junto con comentarios y observaciones adicionales:
Las lágrimas se apoderaron de mí al ver a toda mi familia reunida. Quizás por eso no me gustan las despedidas, porque cuando te despides de alguien muy cercano, duele saber que no lo verás en un tiempo. Mis abuelos, mis tíos, mis primos, y, por supuesto, mi mamá, me abrazaron uno a uno. Todos me decían lo mismo, con sus sonrisas llenas de cariño:
— Tú puedes.
Esas simples palabras pesaron más de lo que imaginé. Me dieron la fuerza que necesitaba. Tomé mis cosas, y antes de irme, eché un último vistazo. Ahí estaba mi casa, pequeña, humilde, pero llena de recuerdos. Miré a mi familia una vez más, queriendo grabar esa escena en mi mente para siempre. Con una sonrisa, me di la vuelta y caminé hacia el transporte que me llevaría al aeropuerto.
María José ya había llegado al aeropuerto antes que yo para completar un pequeño registro que exigían los organizadores del concurso. Mientras avanzábamos, el aeropuerto se hacía cada vez más visible a lo lejos, y con él, los aviones despegando y aterrizando en la pista. Me vino a la mente un pensamiento
Sentía un incómodo nudo en el estómago: mi miedo a las alturas. Pero no era el momento de enfocarse en pequeñeces... o eso intentaba convencerme. ¿A quién quiero engañar? ¡Me aterran los aviones! Auxilio, ¿y si se cae el avión? ¿Y si el piloto se pelea con su mujer y decide que nuestra próxima parada es el cielo? ¿Qué será de mi cuerpecito? ¿Y si se queda sin gasolina? ¿Dónde la recargan, en plena nube? ¿Qué pasa si los de la tripulación se enojan y me avientan del avión? Con esos pensamientos dando vueltas en mi cabeza, bajé del camión, tembloroso, para encontrarme con mi mejor amigo, Alfaro.
Alfaro me miró fijamente, y antes de que pudiera decir algo, soltó:
— Santiago, ¿estás bien?
Sin siquiera responder, caí de rodillas en el suelo del aeropuerto.
— Alfaro... tráeme una coca, se me bajó la presión...
Después de aclarar un poco la mente y confesarle a Alfaro lo mucho que me aterraba volar, entramos finalmente al aeropuerto. Mi prima, María José, ya nos estaba esperando desde antes, y ni bien la vi, escuché su grito resonar por todo el lugar:
— ¡Primo! —gritó mi prima desde lejos.
Vi cómo se acercaba poco a poco, vestida con una playera blanca y unos pantalones deportivos, con una sudadera desabrochada ondeando al viento. Mientras estiraba los brazos para darme un abrazo, el pánico se apoderó de mí. Sabía lo que iba a pasar, el accidente de la última vez estaba muy fresco en mi memoria. Mi corazón comenzó a latir como loco, y lo único que pude hacer fue esquivar su abrazo.
Estaré flaco y ñango, pero hasta yo me sorprendí de la agilidad con la que me escabullí por debajo de uno de sus brazos, evitando el desastre. Mi prima, desconcertada por mi maniobra, me miró con curiosidad, pero en cuanto vio a Alfaro, su atención cambió.
— ¿Y tú quién eres? —preguntó, con una expresión intrigada.
Noté la curiosidad en su rostro, así que aproveché para presentarlos.
— Él es Alfaro, mi compañero de clases y mejor amigo. Nos va a acompañar en el viaje a Japón. —Luego, dirigiéndome a Alfaro, añadí—: Alfaro, ella es mi prima, la hija del dueño del restaurante familiar. Espero que se lleven bien.
Me sentí nervioso mientras ellos se miraban. No era una mirada de simple curiosidad ni de amistosa presentación; el ambiente se volvió tenso, como si un perro y un gato se hubieran topado en plena calle, listos para pelear. Intenté decir algo para romper esa tensión, pero antes de que pudiera abrir la boca, mi prima gritó:
— ¡Alfaro! ¡Es un gusto conocerte!