"Hola, mi nombre es Keiko Fujiwara. Tengo 28 años y vivo en el centro de Tokio desde los 18, cuando comencé a estudiar en la Universidad de Lenguas Extranjeras. A los 25 me titulé, y desde entonces llevo 3 años trabajando como traductora en la compañía Day Translations. Durante este tiempo he conocido a músicos, artistas y celebridades, con el objetivo de ofrecerles experiencias inolvidables y sugerirles los mejores lugares turísticos. Actualmente, llevo una vida relajada y tranquila... o eso creía.
Hace un año, en un día normal, mientras acompañaba a un cliente de la forma más habitual posible, el clima comenzó a empeorar con fuertes lluvias. De repente, recibí una llamada del hospital. Mi corazón se paralizó; sabía que algo malo estaba por suceder. Contesté con voz temblorosa:
— Bueno, ¿con quién tengo el gusto?
Al otro lado de la línea, una enfermera respondió:
— ¿Es usted Keiko Fujiwara?
Mi corazón, mi cuerpo, todo se preparó para el golpe. Sabía que algo grave estaba a punto de decirse. Me enderecé, tratando de controlar mi respiración, anticipando el impacto.
— Sí, soy Keiko Fujiwara —respondí, haciendo un esfuerzo por mantenerme tranquila—. ¿En qué puedo ayudarle?"
En mi mente, intentaba encontrar una explicación lógica que me tranquilizara. Quizás solo necesitaban una traductora para un paciente extranjero o tal vez un turista se había perdido. Pero, ¿por qué me llamarían a mí y no a la compañía? Nada tenía sentido, y mi cabeza no ayudaba a calmarme.
—Queríamos informarle que su hermana, Himari Fujiwara, sufrió un accidente automovilístico. Ella y su esposo han... perdido la vida.
No tuve ni un segundo para procesar lo que acababa de escuchar. Sentí como si mi mente fuera sacudida por un terremoto. No podía ser real, no podía ser verdad. Mi respiración se volvió errática, el aire se me escapaba. Mi celular cayó al suelo mientras una especie de neblina se apoderaba de mí. Todo a mi alrededor parecía desconectado, como si el mundo hubiera dejado de emitir sonidos. Podía ver los labios de la persona para la que estaba traduciendo moverse, pero no entendía nada. No escuchaba nada.
Y entonces, el ruido volvió.
Me desplomé en el suelo. El golpe no me dolió, porque el dolor ya estaba dentro de mí, desgarrándome. Las lágrimas cayeron sin control. Mientras sentía el frío de la lluvia en mi espalda, no podía detener los sollozos. La gente que me rodeaba, incluso el cliente para quien trabajaba en ese momento, se acercó a mí, desconcertados por mi repentino colapso. No entendían qué me ocurría, preguntaban si estaba bien, pero sus voces eran lejanas, como ecos en una caverna vacía.
Después de un rato, alguien me sustituyó en mi trabajo, y yo, completamente devastada, me dirigí al hospital donde mi hermana, Himari, había fallecido.
Llegué al hospital y, al entrar en la sala donde estaba el cuerpo de mi hermana, sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Allí estaba Himari, tendida sobre una fría mesa de cadáveres. Su piel pálida, sus ojos cerrados, y un agujero profundo en su pecho. Mi corazón no pudo soportarlo, y rompí en llanto, como una niña pequeña, vulnerable e indefensa. El dolor me atravesó como si también hubiese sido alcanzada por ese árbol que acabó con su vida.
Mis gritos resonaban en la habitación vacía, escapando de mí como si fueran un eco de mi alma rota. Todo lo que había leído en el informe se convirtió en una realidad que me aplastaba: la lluvia, el carro fuera de control, el acantilado. Los árboles que atravesaron el parabrisas... Mi hermana, Himari, aún consciente cuando llegaron los servicios de emergencia. Pero la sangre, la maldita sangre que no pudieron detener, se la llevó.
Lo que más me atormentaba era lo que decía el informe: Ella gritaba. Gritaba que cuidaran a su hija.
Me congelé. Mi hermana tenía una hija. Ai Fujimoto Fujiwara. Mi sobrina... Apenas la recordaba. La había cargado cuando era un bebé, pero era tan pequeña en ese entonces. Seguramente no se acordaba de mí.
Una doctora se me acercó con una voz suave y llena de compasión:
—La pequeña Ai está afuera, esperándola.
El peso de esa frase cayó sobre mí. Ai, la hija de Himari, estaba ahí. Me sequé las lágrimas apresuradamente y traté de recomponerme. Quería ser fuerte por ella, aunque por dentro todo en mí se derrumbaba. Me arreglé la ropa, intentando aparentar una fuerza que no sentía, y apreté mi corazón lo más que pude para evitar que se rompiera aún más.
Salí de la sala para enfrentarme a esa niña, esa joven que acababa de perder a su madre. La vi, sentada sola en la sala de espera. No era tan pequeña como recordaba; tendría la edad de estar en la secundaria o quizá en la preparatoria. Se veía asustada, perdida, indefensa. Mi corazón se rompió de nuevo al verla así.
Tomé aire, dibujé una sonrisa débil en mi rostro y me acerqué lentamente hacia ella.
Me acerqué a ella lentamente, tratando de mantener la compostura. Ai, sentada en la sala de espera, miraba al suelo con sus manos entrelazadas, moviendo sus pequeños dedos nerviosamente. Su cabello, húmedo por la lluvia, caía en mechones desordenados sobre su rostro. Se veía tan frágil, tan sola... Mi corazón se rompía con cada paso que daba.
Cuando llegué a su lado, me arrodillé frente a ella, tomé aire y le dije con la voz más suave que pude: