Keiko Fujiwara:
Después de haber sido asignada para trabajar con una pequeña compañía alimenticia en el otro lado del país, mi rutina de traducción transcurría sin complicaciones. Era uno de esos trabajos típicos: traducir entre japonés e inglés, seguir al cliente a todas partes y asegurarme de que la comunicación fuera fluida. Nada fuera de lo común... hasta que recibí una llamada de mi jefe, Yamamoto-san.
Me aparté discretamente de mi cliente y contesté con cierto nerviosismo. Era raro que Yamamoto-san llamara en horas de trabajo, y más aún cuando siempre insistía en que mantener el celular guardado era esencial para la profesionalidad.
—Sí, señor Yamamoto, ¿en qué puedo ayudarle?
Podía sentir mi corazón acelerarse. Si él me llamaba durante el trabajo, era porque algo importante estaba ocurriendo. Y con su siguiente frase, todo tomó sentido.
—Tenemos un problema, señorita Fujiwara.
Sentí un nudo en el estómago, anticipando lo peor. Mantuve la calma lo mejor que pude, pero no pude evitar que la ansiedad me invadiera.
—¿Cuál es el problema? —pregunté con un leve temblor en la voz.
Yamamoto-san respondió con una seriedad inusual:
—Tenemos un problema con el joven Santiago. Fue arrestado por la aduana y, al parecer, no logran comunicarse bien con él, ni en japonés ni en inglés. En pocas palabras, está en problemas graves.
Mi mente se quedó en blanco por un segundo. Aunque no conocía a Santiago en persona, nuestras breves interacciones por teléfono me habían dejado la impresión de que era un buen chico. ¿Cómo pudo llegar a estar en una situación tan grave?
—¿Qué podemos hacer? —pregunté, sin saber cómo abordar el tema.
El tono de mi jefe se volvió aún más serio, lo cual solo incrementó mi preocupación.
—Necesitaremos la ayuda de tu sobrina, Ai. Es la única que puede ayudar en este caso.
Una oleada de incertidumbre me recorrió el cuerpo. Ai, con su aversión a todo lo relacionado con el trabajo, apenas si hablaba conmigo, y mucho menos aceptaría ayudar a un desconocido en una situación tan complicada. Me quedé en silencio, procesando la información.
Yamamoto-san continuó:
—Lo sé, Keiko, sé que no es fácil, pero si Ai no interviene, Santiago podría meterse en problemas mayores. Necesito que hagas todo lo posible por convencerla.
Suspiré. Sabía que esto no sería nada sencillo.
Después de la conversación con mi jefe, me sentía dividida. No quería ceder a las demandas de Ai, pero la situación de Santiago me recordaba mis propios sueños, mis propios anhelos. En algún momento, yo también había tenido esa chispa de emoción por cumplir mis metas, por ser traductora, por conocer extranjeros y sus culturas. Suspiré profundamente, intentando aclarar mi mente. Mi jefe no me presionó, pero sus palabras resonaban en mi cabeza: "Es el sueño de ese joven conocer Japón."
No quería tomar esta decisión, pero sentía que no me quedaba opción. No estaba dispuesta a cumplir con todas las condiciones de Ai, pero sabía que tenía que encontrar una manera de negociar con ella, una solución que nos beneficiara a ambas.
Con un suspiro más, tomé mi teléfono y marqué el número de Ai. Ella estaba de vacaciones, encerrada en casa como siempre, así que no debería haber problema en que la llamara. Cuando su teléfono comenzó a sonar, mi corazón se aceleró, y me preparé mentalmente para lo que se venía. ¿Cómo le voy a proponer esto? me pregunté.
Sorprendentemente, Ai contestó al segundo tono. No esperaba que lo hiciera tan rápido, y aunque intenté sonar calmada, no pude evitar que mi voz traicionara un leve tono de desesperación.
Escuchar la respiración de Ai del otro lado del teléfono, tan silenciosa pero presente, solo me hacía sentir más nerviosa. No sabía cómo reaccionaría ante mi súplica, pero no me quedó otra opción que seguir insistiendo.
—Ai, cariño, necesito tu ayuda —continué con un nudo en la garganta—. El joven del que te hablé, Santiago, está en problemas. Lo han detenido en la aduana y no tiene a nadie que pueda comunicarse con él. Ai, por favor, ayúdalo... por favor.
El silencio que siguió a mis palabras fue casi insoportable. Sentía que cada segundo que pasaba, la situación de Santiago empeoraba y mi preocupación crecía. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Ai habló.
—Te ayudaré si cumples mis tres condiciones.
Era justo lo que esperaba. Sabía que no iba a ser fácil, pero en ese momento me invadía una mezcla de desesperación y frustración por la situación. Había cedido en mi mente antes incluso de escucharla.
—Sí, Ai, cumpliré tus condiciones... —mi voz se rompió por un momento, pero luego recuperé la compostura—, pero con una condición: yo puedo visitarte cuando quiera, y si veo que no estás bien, te regresas a vivir conmigo. ¿De acuerdo?
Ai, con su tono frío y distante, accedió, pero antes de cerrar el trato, me lanzó una última petición.
—Está bien, tía Keiko, pero antes de cerrar el trato quiero que me digas dónde escondes la llave de la casa de mis padres.
Su petición me tomó por sorpresa. Sabía cuánto anhelaba regresar a esa casa, pero escucharla decirlo tan directamente me dejó sin palabras por un instante. A pesar de mis dudas y del malestar que me generaba, no estaba en posición de negarme. Quería resolver esto rápidamente para poder ayudar a Santiago.