Después de salir del aeropuerto, nos dirigimos a la parada de autobuses, una estructura cuadrada de metal adornada con carteles publicitarios. Arrastramos nuestras maletas hasta allí y nos sentamos los cuatro. En la parte superior del refugio había un letrero que indicaba la hora de llegada del siguiente autobús. Eran las 5:30, y el letrero mostraba "5:30". Me sorprendió la puntualidad.
Alfaro, Niponcita y mi prima María José tomaron sus cosas para subirse, pero rápidamente los detuve sosteniendo las manos de Niponcita y mi prima.
— No se suban a ese autobús —les dije, con firmeza.
Me miraron, claramente desconcertados, y mi prima preguntó:
— ¿Qué? ¿Pero por qué?
— Solo… no se suban, por favor —respondí.
Se miraron entre sí sin decir nada y se volvieron a sentar en la banca de la parada. Pasaron quince minutos, y a las 5:45 llegó otro autobús; el tablero también marcaba "5:45". Una vez más, mis amigos se prepararon para subir, pero los detuve de nuevo. Esta vez no dijeron nada, pero se notaban cada vez más confundidos.
A las 6:00, llegó otro autobús, y el tablero cambió a "6:00". Justo cuando iba a detenerlos otra vez, Niponcita, claramente molesta, habló:
— Santiago, ¿por qué nos haces esperar tanto? ¿Pasa algo con los autobuses?
María José asintió, uniéndose a la conversación:
— Sí, ¿qué está pasando, primo? ¿Te dan miedo los autobuses?
Alfaro parecía ser el único que entendía mis dudas.
— Santiago, ¿crees que algún autobús llegue fuera de tiempo? —preguntó, con curiosidad.
— No lo sé, Alfaro… pero quiero averiguarlo —respondí, mirando el tablero, buscando una señal de algo que aún no lograba comprender.
Niponcita, cansada y visiblemente molesta, dijo:
— Santiago, ¿en serio estamos sentados aquí solo porque quieres ver si un camión llega tarde?
Alfaro y yo respondimos al mismo tiempo, como si hubiéramos ensayado la respuesta:
— No lo entenderías.
La verdad es que, aunque se lo explicara, ni Niponcita ni mi prima comprenderían nuestra fascinación. Alfaro y yo venimos de un lugar pequeño, prácticamente un rancho. Aunque tenemos un Walmart, los camiones nunca llegan puntuales. En nuestra ciudad, podrías preguntarle a alguien: "¿Ya pasó la ruta de las 8:00?" y recibir una respuesta como "Son las 8:20; no creo, a menos que el conductor tenga prisa." Era casi como un chiste local. La puntualidad aquí nos parecía tan increíble que nos mantenía intrigados, pero Niponcita estaba acostumbrada a esto, y mi prima rara vez sale de casa, así que dudaba que ellas lo entendieran.
Mientras Alfaro y yo estábamos extasiados, Niponcita se levantó molesta y, con una determinación inesperada, dijo:
— Está bien, tomaremos un taxi.
Pude ver cómo fruncía el ceño e inflaba ligeramente las mejillas, claramente irritada. Sacó su teléfono y en pocos minutos ya había llamado un taxi. Cuando llegó, Niponcita comenzó a cargar nuestras maletas y, con su pequeño cuerpo, nos empujaba hacia el asiento trasero.
— Lo siento, Santiago, pero tengo cosas importantes que hacer —dijo, empujándonos dentro del taxi.
Verla intentando meternos a empujones, con toda esa energía en contraste con su estatura pequeña, se veía algo gracioso.
Sin poder objetar nada, subimos al taxi. Lo primero que me llamó la atención fue que el volante estaba del lado izquierdo, a diferencia de lo que se ve en otros países. Lo segundo, y más impresionante, fue que la puerta del taxi se abrió sola. No sé cómo, pero simplemente lo hizo.
Niponcita se acomodó en el asiento delantero y comenzó a darle indicaciones al conductor sobre el hotel al que iríamos: el Tokyo Bay Shiomi Prince Hotel, cerca del centro de Tokio. Durante el trayecto, todos estábamos emocionados. Pasamos por un puente que cruzaba el mar, y desde ahí podíamos ver la impresionante vista de Tokio a lo lejos. Los edificios iluminados daban un espectáculo de luces, y la torre Tokyo Skytree se alzaba en el horizonte.
Alfaro, mi prima y yo estábamos maravillados con la ciudad y todos esos edificios. Sin pensarlo, Alfaro comentó:
— Nuestra ciudad sí es un rancho.
Mientras avanzábamos, vimos letreros luminosos en japonés y a personas caminando por las calles con ropa moderna y sofisticada. Estaba tan emocionado que me incliné un poco hacia adelante y le dije al taxista:
— Ponga música, señor taxista. ¡Póngase La Chona!
Niponcita me lanzó una mirada entre molesta y divertida, pero tradujo mi petición. Fue entonces cuando noté que el taxista llevaba un traje elegante y unos guantes blancos, y nunca apartaba la vista del camino. Cuando Niponcita terminó de hablar con él, se giró hacia mí y dijo:
— Santiago, dice el taxista que no tiene esa canción.
— ¡Ah! Pero yo traigo una memoria con esa canción.
Niponcita habló de nuevo con el taxista y luego agregó:
— Dice que el estéreo no funciona.
Me sentí un poco desanimado, pero Alfaro rápidamente, y con una sonrisa de oreja a oreja, dijo: