Han pasado cuatro días. Cuatro días en la sala de análisis de Scotland Yard, envueltos en el zumbido constante y frío de los servidores, y Maya Cruz sentía que estaba cavando un agujero hacia el centro de la Tierra. La atmósfera en el búnker de datos era de oxígeno reciclado y café requemado, una combinación que solo amplificaba su jaqueca. La lógica se había agotado y no había dejado ni un solo rastro.
El Superintendente Davies había seguido al pie de la letra el manual. Habían rastreado cada conexión financiera del Dr. Elías Thorne, habían congelado sus activos y auditado cada centavo. Habían interrogado a su esposa, a su amante, a sus socios y a su jardinero. Habían revisado sus llamadas, sus correos y sus hábitos de consumo. Resultado: Cero. El vacío absoluto.
Elías Thorne era el hombre más predecible de Londres; su rutina era una cuadrícula perfecta, sin sombras, sin deudas, sin enemigos obvios. Su asesinato, el acto de un psicópata que había roto deliberadamente el orden por pura rabia emocional, era, para Davies, una aberración que la estadística debía eliminar. Para Maya, era un mensaje. Y el sistema era sordo al mensaje, atascado en el ruido blanco de los datos irrelevantes.
Maya se inclinó sobre la mesa de luz. Tenía una foto ampliada de la mota de polvo de plata, tan pequeña que solo una lupa la revelaba. Era su única pista física, y era inclasificable. El sistema no tenía una casilla para "residuo de ira".
—Inspectora Cruz, ¿qué tenemos? —Davies estaba en la puerta de la sala de análisis, su figura voluminosa bloqueaba la poca luz natural que se filtraba, creando un eclipse personal para Maya—. Necesito un nombre, no una tesis sobre la filosofía existencial de un periódico torcido. La prensa exige un avance, y mi respuesta no puede ser: "Estamos investigando la posición de un Financial Times."
Maya no levantó la vista de las pantallas. Estaba sumergida en el flujo de vigilancia. Miles de rostros sin nombre, sin historia, sin motivo.
—Hemos filtrado los patrones de movimiento atípicos en la zona de Canary Wharf durante las últimas dos semanas —respondió Maya, su voz tensa—. Buscamos a alguien que cambió de ruta, alguien que pasó de fantasma a observador en el período previo al crimen. La IA nos ha arrojado una lista de 400 candidatos que se desviaron de su ruta más eficiente en más de 20 metros.
—¡Cuatrocientos! Redúzcalo a algo procesable, Cruz.
—Lo he hecho. Hemos cruzado esos 400 con patrones de marcha irregulares.
—¿Y encontró algo?
—Cientos de turistas, repartidores con retraso, y un hombre que, según el sistema de reconocimiento de marcha, parece tener una cojera leve que aparece y desaparece. Un patrón rítmico, pero errático en su intensidad.
—¿Una cojera? —Davies dejó escapar un bufido de impaciencia, casi un alivio cómico ante la sencillez del dato—. ¡Finalmente, un dato físico! ¿Y por eso le estamos pagando? Si el hombre cojea, es un dato físico. Rastrearlo. ¡El sistema funciona!
—El sistema lo marca como un 3.2% de desviación —replicó Maya, sintiendo que sus sienes palpitaban—. Pero mi instinto dice que no es una cojera. Es una carga asimétrica. El peso no está distribuido uniformemente. La asimetría no es constante en su punto de origen, sino en su punto de apoyo.
Davies se cruzó de brazos. —Deje la poesía. El hombre está cojo o no lo está. ¿Es un sospechoso viable?
—Podría ser una lesión, pero también podría ser... algo más. Una compensación. Una adaptación forzosa. El sistema dice "cojera". Yo digo que está cargando un peso que no puede mostrar. Un peso que se lleva solo durante el trayecto, y que es pesado o incómodo.
Maya se sentía acorralada. Su fe en su instinto estaba en juego. Su trabajo se basaba en conectar las emociones que el sistema ignoraba. El algo más que intuía era que el hombre estaba compensando una incomodidad, un objeto, quizás el arma. Si la lógica de Davies fallaba, y si su instinto la traicionaba, el caos ganaría y la mota de plata seguiría sin explicación…
Maya le pidió a Ben, su colega—un joven brillante pero peligrosamente anclado al software—, que aislara el clip de video del hombre de la supuesta cojera. Era un hombre de unos cuarenta y tantos, traje gris de corte estándar, maletín negro, rostro inexpresivo. La imagen de la mediocridad eficiente. El sistema de vigilancia lo había etiquetado como un fantasma con un error de cálculo. Aparecía siempre en los límites del sistema, en los puntos ciegos o en los bordes de la acción, pero nunca en el centro.
Ella se quedó mirando el patrón de movimiento. No era un caminar humano, era una secuencia de datos. El hombre caminaba casi perfectamente recto, pero cada cuatro pasos, su pierna derecha se desplazaba un milímetro hacia afuera, un gesto casi invisible que el ojo humano descartaría como fatiga. El sistema de IA lo había marcado con una precisión fría: 'Anomalía del paso: 3.2% de desviación'.
—La desviación no es constante en todos los planos —dictaminó Maya, apoyando la frente en la pantalla, sintiendo la luz fría de los píxeles—. En el feed de la cámara A-7, la desviación es del 3.15%. En la B-9, donde sube una pendiente de 15 grados, el error desaparece y su paso es perfectamente simétrico.
—Sí, Inspectora. Lo más probable es una lesión antigua que se manifiesta en terreno plano, o una pequeña piedra en el zapato —sugirió Ben, masticando un chicle con el aburrimiento del que ya lo ha catalogado todo.