El cielo, teñido de un rojo sangriento, lloraba cenizas sobre una tierra desolada. Edificios antaño majestuosos yacían en ruinas, escombros de sueños rotos esparcidos como si fueran hojas secas en un otoño eterno. El aire, denso y cargado de humo, sofocaba cada respiración con la promesa de muerte.
Tamara caminaba entre los restos de lo que alguna vez fue una ciudad vibrante. Su silueta, solitaria y frágil, era una sombra moviéndose entre las ruinas. El sonido distante de explosiones y gritos perforaba el silencio, ecos de un mundo que se desmoronaba a su alrededor.
Sus ojos, cansados y llenos de tristeza, recorrían el paisaje en busca de algo, cualquier cosa que pudiera ofrecerle consuelo. Pero todo lo que encontraba era desolación. El peso de la guerra apocalíptica se sentía más pesado en su alma que en sus hombros.
"¿Cómo llegamos hasta aquí?", pensaba, su mente luchando por encontrar sentido en el caos. "Hermano, ¿dónde estás cuando más te necesito?". La soledad la envolvía como un manto helado, y la certeza de que incluso siendo la hermana de Dios, estaba completamente sola, la aplastaba.
Recordó los tiempos antes de la guerra, cuando el mundo aún tenía esperanza. Las risas, los abrazos, la paz. Ahora, todo eso parecía un sueño lejano, desvaneciéndose en el humo de la realidad presente. Cada paso que daba resonaba como un eco vacío, sin respuesta.
A lo lejos, vio una figura entre las ruinas, una sombra temblorosa que se desvaneció tan rápido como apareció. Corrió hacia ella, su corazón latiendo con la desesperada esperanza de encontrar a alguien, a cualquiera. Pero al llegar, solo encontró escombros y silencio.
—Estoy sola —susurró, y su voz se perdió en el viento.
Se dejó caer de rodillas, sus manos temblando al tocar la fría superficie del suelo. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla, mezclándose con el polvo y la suciedad. En medio del apocalipsis, Tamara sentía que su propia guerra interior era aún más devastadora.
—Hermano —susurró de nuevo, mirando al cielo cubierto de humo—. ¿Por qué me has dejado sola? —Pero no hubo respuesta, solo el persistente zumbido del fin del mundo acercándose.
En ese momento, Tamara comprendió que su lucha no era solo contra la destrucción externa, sino contra la soledad que la consumía. Y en medio de esa guerra apocalíptica, la hermana de Dios se sintió, por primera vez, verdaderamente humana.
El viento seguía susurrando promesas de desolación mientras Tamara se arrodillaba en el suelo, sumida en su soledad y tristeza. Su mente, perdida en recuerdos y preguntas sin respuesta, no esperaba nada más que el silencio de un mundo en ruinas.
De repente, un leve crujido rompió la quietud. Tamara levantó la cabeza, sus ojos entrecerrados buscando el origen del sonido. Entre las sombras de los edificios derruidos, una figura se movía lentamente, emergiendo como un fantasma del pasado.
Era una mujer. Su figura esbelta y elegante contrastaba con la devastación a su alrededor. Vestía una capa oscura que flotaba suavemente con el viento, y su rostro, medio oculto por la capucha, irradiaba una misteriosa calma. Sus ojos, brillando con una luz propia, se fijaron en Tamara con una intensidad que la hizo estremecer.
Tamara se puso de pie rápidamente, el corazón latiéndole con fuerza.
—¿Quién eres? —preguntó con voz temblorosa, su sorpresa evidente.
No podía creer que alguien más estuviera allí, en medio de su conversación más íntima consigo misma.
La mujer avanzó unos pasos, deteniéndose a una distancia prudente.
—He estado escuchando —dijo con una voz suave pero firme, cargada de una sabiduría que parecía trascender el tiempo—. Tu dolor resuena en este lugar como un eco interminable.
Tamara frunció el ceño, su mente luchando por procesar la situación.
—¿Escuchando? Pero... ¿cómo? ¿Quién eres? —Sus palabras salieron apresuradas, llenas de incredulidad y curiosidad.
La mujer sonrió ligeramente, un gesto que irradiaba comprensión.
—Mi nombre es Lydia —respondió, bajando la capucha para revelar un rostro marcado por la experiencia y la fortaleza—. He vagado por estos paisajes desolados, buscando a quienes aún tienen algo por lo que luchar.
Tamara retrocedió un paso, sus pensamientos arremolinándose.
—No entiendo... ¿Por qué tú? ¿Por qué ahora?
Lydia dio un paso adelante, sus ojos nunca apartándose de los de Tamara.
—Porque incluso en medio de la más profunda soledad, nadie está verdaderamente solo. He venido porque hay cosas que debes saber, y porque creo que juntas, podemos encontrar una forma de cambiar este destino.
El silencio que siguió fue cargado de significado. Tamara sintió un rayo de esperanza atravesar su desesperación.
—¿Cambiar el destino? —murmuró, más para sí misma que para Lydia—. ¿Es posible?
—Todo es posible —respondió Lydia, extendiendo una mano hacia Tamara—. Pero primero, debemos unir nuestras fuerzas.
Tamara miró la mano extendida, sintiendo una mezcla de miedo y esperanza. Con un suspiro profundo, decidió tomar ese primer paso hacia lo desconocido. Al unir su mano con la de Lydia, sintió una chispa de algo nuevo, una promesa de que tal vez, solo tal vez, no estaba tan sola como había creído.
El crepitar del fuego en el pequeño refugio que habían encontrado proporcionaba una sensación momentánea de seguridad. Tamara y Lydia se sentaron en silencio, cada una perdida en sus propios pensamientos. La guerra apocalíptica había dejado cicatrices profundas en sus almas, pero esa noche, en medio de la devastación, encontraron consuelo en la compañía mutua.
Lydia fue la primera en romper el silencio.
—Solía tener una familia, una familia hermosa —comenzó, su voz suave pero llena de dolor—. Mi esposo, mis dos hijos... todos ellos se fueron. Perdí a todos en un solo día. La guerra no mostró piedad, y me quedé sola, vagando entre las ruinas, preguntándome por qué seguía aquí.
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Editado: 28.05.2025