Tamara se despertó con el suave resplandor del amanecer filtrándose por las grietas del refugio. Los días habían pasado desde el terrible incidente con los hijos de Lydia, y poco a poco, había comenzado a sanar. Su determinación había sido como una llama que no se extinguía, lentamente recuperando su fuerza.
El aire fresco de la mañana la revitalizaba mientras salía del refugio hacia el claro donde el sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte. Observó el paisaje desgarrado por la guerra, pero también vio signos de vida emergiendo, como brotes verdes entre las ruinas.
Mientras caminaba, sus pensamientos se dirigían a Castiel, quien la había sostenido en sus momentos más oscuros y había sido su roca durante la tormenta. La forma en que él la miraba con esos ojos azules llenos de cariño y preocupación la reconfortaba más de lo que podía expresar con palabras.
De repente, lo vio acercarse desde la distancia. Castiel caminaba con su habitual gracia y calma, pero Tamara notó un brillo diferente en sus ojos cuando la vio. Se detuvo frente a ella, capturando su mirada con una intensidad que hizo latir más rápido el corazón de Tamara.
—Cariño —comenzó Castiel, su voz profunda resonando en el silencio de la mañana—. He estado pensando mucho en ti.
Tamara sonrió, sintiendo la calidez de sus palabras envolver su corazón.
—Y yo en ti, Castiel. No sé qué haría sin ti en estos tiempos difíciles.
Castiel tomó su mano con suavidad, haciendo que un estremecimiento de felicidad recorriera el cuerpo de Tamara.
—Eres mi fuerza, Tamara. Estoy aquí para ti, siempre.
Los dos se quedaron allí, bajo el sol naciente, compartiendo un momento de paz y amor en medio del caos que los rodeaba. En ese instante, Tamara supo que, aunque el mundo fuera un lugar devastado, tenían el uno al otro para encontrar esperanza y renovar su fe en el futuro.
Juntos, caminaron de regreso al refugio, entrelazando sus manos mientras el día comenzaba a desplegarse ante ellos, lleno de posibilidades y promesas de un mañana mejor.
Tamara sintió un alivio profundo al darse cuenta de que tanto ella como su hermano Dios estaban bien. Era como si sus destinos estuvieran entrelazados de una manera inexplicable; cuando uno sufría, el otro también lo hacía, pero ahora, con ambos en paz, sentía una seguridad que la llenaba de felicidad. Se acercó a Castiel con una sonrisa radiante.
—Cass —dijo Tamara con emoción contenida—, me di cuenta de algo increíble. Mi hermano Dios está bien, lo sé porque yo también estoy bien. Estamos conectados de alguna manera.
Castiel la miró con afecto y asombro.
—Eso es maravilloso, Tammy. Me alegra escucharlo.
Justo cuando ambos levantaron la mirada hacia el cielo, vieron algo extraordinario: un resplandor celestial que parecía iluminar el firmamento de una manera desconocida. Castiel frunció el ceño levemente, desconcertado por el fenómeno que se desenvolvía sobre ellos.
—¿Tamara, qué crees que es eso? —preguntó Castiel, su mirada buscando respuestas en los ojos verdes de Tamara.
Ella observó el espectáculo en el cielo durante un momento, luego volvió la mirada hacia Castiel con una expresión solemne y decidida. Decidió que un momento de silencio sería la mejor respuesta, tratando de comprender el significado de esta nueva manifestación celestial y cómo podría influir en su futuro incierto.
El minuto de silencio pasó con la tranquilidad que envolvía el paisaje en el refugio. Tamara rompió el silencio con una afirmación cargada de esperanza:
—Cass —comenzó, su voz resonando con determinación—, parece que la guerra en el cielo ha llegado a su fin.
Ella señaló hacia el firmamento, donde el cielo parecía desplegarse en un magnífico esplendor, lleno de calma y serenidad. Castiel observó el cielo con atención, captando el cambio en la atmósfera celestial.
—Sí, Tamara —respondió Castiel, su voz llena de alivio y asombro—, el brillo y la paz que ahora se reflejan arriba sugieren que los tiempos oscuros pueden haber pasado finalmente.
Ambos se quedaron allí por un momento, contemplando el cambio en el cielo con una mezcla de gratitud y esperanza por el futuro. Era un momento de renovación y posibilidades después de tanto sufrimiento y conflicto.
El cielo estaba envuelto en un caos indescriptible tras la guerra celestial. Nubes oscuras y tormentosas se arremolinaban en espirales tumultuosas, reflejando el conflicto que había arrasado por los reinos celestiales. Destellos de luz intermitente atravesaban el firmamento, marcando el rastro de batallas épicas que habían dejado cicatrices visibles en la tela del universo.
El estruendo resonaba en los confines del cielo, como si los mismos pilares del cosmos se estremecieran bajo el peso de la contienda divina. Fragmentos de estrellas y astros caídos titilaban en la oscuridad, recordatorios silenciosos de las pérdidas y sacrificios que habían ocurrido en las alturas.
Ángeles heridos yacen dispersos, algunos con alas rotas y otros con miradas perdidas que reflejaban la devastación interior. Susurros de lamentos llenaban el aire, una elegía para aquellos que habían caído en la línea del deber divino.
En medio del caos, los remanentes de energía celestial se entrelazaban en una danza caótica de luz y sombra, tejiendo un tapiz de incertidumbre y renovación. El cielo, una vez un lugar de serenidad y orden, ahora era un campo de batalla marcado por la fragilidad y la redención, donde los destinos de los seres celestiales y terrenales se entrelazaban en una historia aún por escribir.
Los arcángeles corrieron hacia Dios, su padre, con un temor palpable en sus corazones. Sus alas, generalmente erguidas con orgullo, parecían ahora pesar sobre ellos como una carga insoportable. Uno de ellos cojeaba, una herida profunda marcaba su costado, evidencia dolorosa del conflicto reciente.
Al llegar ante la presencia majestuosa de Dios, se arrodillaron con respeto y uno de los arcángeles, con voz temblorosa y los ojos llenos de dolor, preguntó:
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Editado: 28.05.2025