4) Olvido

Capítulo 20: Duelo de muertes

El campo de batalla yacía envuelto en un silencio roto solo por el susurro del viento entre los escombros y el suave gemido de los moribundos. Julieta, el Ángel de la Muerte, descendió con gracia etérea sobre el terreno desgarrado. Su figura esbelta y etérea se destacaba entre los cadáveres esparcidos, cada uno un recordatorio de la brutalidad humana.

Con cada paso, Julieta sentía el peso de las almas perdidas, un peso que ninguna pluma de ángel podía aligerar. Las lágrimas de luz caían de sus ojos mientras se arrodillaba junto a los caídos, extendiendo sus manos pálidas sobre las almas que flotaban indecisas en el aire.

—Descansad en paz, valientes guerreros —susurró, su voz resonando con una mezcla de tristeza y resignación—. Vuestro sacrificio no será olvidado.

Las almas, fragmentos titilantes de luz en medio del caos, parecían titubear ante su presencia. Algunas buscaban desesperadamente escapar, anhelando la vida que acababan de perder. Julieta las observaba con ojos compasivos, pero sabía que su deber trascendía cualquier deseo humano.

—Es hora, mis hijos —murmuró Julieta, extendiendo sus alas llenas de sombras. Una oscuridad suave y reconfortante emanaba de ellas, atrayendo a las almas hacia su abrazo—. Dejad que os guíe hacia el descanso eterno.

Una por una, las almas cedieron ante su llamado. Algunas resistieron, como pequeños fuegos que se niegan a apagarse, pero finalmente sucumbieron al abrazo suave pero firme de Julieta. Cada contacto era una transferencia de energía, una fusión de luz y sombra que marcaba el final de una vida terrenal.

—Perdonadme —susurró Julieta mientras recogía las almas, sintiendo la conexión con cada una de ellas, sintiendo sus últimos suspiros, sus últimos deseos, sus últimos miedos—. Os prometo que vuestro viaje no será en vano.

El cielo se oscureció ligeramente cuando Julieta completó su tarea. Las almas de los caídos brillaban débilmente dentro de su aura, ahora parte de un reino más allá de la comprensión humana. Miró hacia el horizonte, donde las estrellas comenzaban a brillar débilmente.

—Descansad en paz, mis valientes —susurró Julieta al viento, una plegaria silenciosa que resonaba en cada rincón del campo de batalla abandonado.

Y así, Julieta, el Ángel de la Muerte, se desvaneció en la oscuridad de la noche, llevando consigo las almas de aquellos cuyos nombres serían recordados en la historia, pero cuyos rostros pronto se desvanecerían en el tiempo.

Las almas, fragmentos titilantes de luz en medio del caos, parecían titubear ante su presencia. Algunas buscaban desesperadamente escapar, anhelando la vida que acababan de perder. Julieta las observaba con ojos compasivos, pero sabía que su deber trascendía cualquier deseo humano.

Soltó un suspiro sonoro frustrado y profundo de su interior.

Una por una, las almas cedieron ante su llamado. Algunas resistieron, como pequeños fuegos que se niegan a apagarse, pero finalmente sucumbieron al abrazo suave pero firme de Julieta. Cada contacto era una transferencia de energía, una fusión de luz y sombra que marcaba el final de una vida terrenal.

Entre las almas flotantes, destacaba una en particular. Era Mil, un joven soldado cuya alma aún brillaba con una intensidad única. Julieta extendió su mano hacia él, lista para completar su tarea, cuando una sombra se interpuso entre ellos.

—¡Detente, Julieta! —exclamó una voz resonante. Ayra, la hermana menor de Julieta, se materializó frente a ella, su presencia radiante contrastando con la oscuridad que envolvía a Julieta.

—Ayra, ¿qué haces aquí? —preguntó Julieta, sorprendida pero no dispuesta a ceder—. Este es mi deber, mi carga.

Ayra se acercó con determinación, sus ojos brillando con una mezcla de tristeza y firmeza.

—Tu deber es guiar a las almas, no reclamarlas para siempre. No puedes retenerlas contra su voluntad, Julieta —dijo Ayra con voz suave pero firme—. Déjalas seguir su camino.

Julieta vaciló por un momento, sintiendo la intensidad del conflicto entre su deber y el amor por su hermana. Miró a Mil, cuya alma parecía agitarse ante la disputa entre las hermanas.

—Él está destinado a estar conmigo —respondió Julieta, su voz cargada de dolor y determinación—. Lo necesitamos, Ayra.

Ayra suspiró, su expresión suavizándose.

—Ninguna alma nos pertenece, Julieta. No podemos interferir en su destino —dijo Ayra, extendiendo su mano hacia Mil con un gesto tranquilo pero poderoso.

La luz de Mil parpadeó una vez más, titilando entre las hermanas. Julieta sintió cómo el peso de su deber se desvanecía lentamente, reemplazado por la comprensión.

—Lo siento, Mil —susurró Julieta, retirando su mano y permitiendo que la luz de Mil se elevara lentamente hacia Ayra.

Ayra acogió su alma con ternura, observando cómo se fundía con la luz de otras almas ascendentes.

—Descansa en paz, Mil —murmuró Ayra, su voz llevando consuelo a la alma liberada.

Julieta observó en silencio mientras Ayra cumplía su deber con una gracia que ella misma anhelaba. Las estrellas brillaban con renovada intensidad sobre el campo de batalla, testigos silenciosos del eterno ciclo de vida y muerte.

—Gracias, Ayra —dijo Julieta finalmente, su voz apenas un susurro en la brisa nocturna.

Ayra asintió con una sonrisa triste pero cálida.

—Somos hermanas, Julieta. Siempre estaremos aquí la una para la otra, incluso en los momentos más oscuros.

Y así, las dos hermanas se alejaron del campo de batalla, cada una llevando consigo el peso y la luz de las almas que habían tocado esa noche.

Ambas vivían con la certeza en lo más profundo de sus corazones: no podía existir más de un Arcángel de la Muerte en la Tierra. El equilibrio celestial, frágil como una telaraña en el viento, demandaba una elección ineludible. Ni Julieta ni Ayra podían renunciar a su deber sin desatar consecuencias catastróficas sobre el mundo humano y el orden celestial que lo sostenía.




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