Miguel estaba sentado en el sillón abrazado a su bella esposa. Miraba por sobre la cabeza de sus hijos la pantalla que proyectaba su película favorita, esa que a nadie le gustaba mas que a él y a su familia. En ese momento se sintió feliz y se rascó la sien.
Habían pasado un día espectacular. Jugaron en la orilla del río. Salieron a navegar. Incluso su hijo había sacado un pez enorme. Era, sin lugar a dudas, el día perfecto.
Al regreso, su esposa preparó una cena digna de un banquete real.
Todos reían, todos eran felices.
-Miguel -dijo su esposa al oído mientras miraban la película- Adquiriste un nuevo tic.
-¿A qué te referís?
-Creo que es como la décima vez que te veo rascarte la sien.
-Sí, puede ser -respondió sonriendo. Ella lo correspondió con un beso cariñoso.
Los créditos finales comenzaron a danzar en la pantalla, los niños se acercaron y lo besaron en las mejillas deseándole las buenas noches.
Una vez que se quedaron solos, su esposa se sentó en su regazo y lo miró con picardía. Le dio un beso apasionado y lentamente se aproximó a su oído y le dijo “te espero arriba”.
Todo era perfecto.
Esperó que todos se fueran. Apagó el televisor y subió lentamente, disfrutando cada segundo como si fuera el último.
Pasó por el cuarto de los niños y los vio dormidos plácidamente. Se sonrió y se rascó la sien.
Se acercó a su cuarto y espió por el borde de la puerta. Su esposa lo esperaba con su negligé más atrevido. Sabía lo que le esperaba al adentrarse, se sonrió, se rascó la sien y entró.
-Por fin llegaste. Te estaba esperando -le dijo en una pose felina que podía derretir a cualquiera.
Miguel la miró fijamente y se puso a llorar. Lloraba como un niño desconsolado. Sintió que se desmayaba así que se sentó torpemente en el borde de la cama.
Su esposa se apuró a abrazarlo por detrás.
-¿Qué pasa cariño? -le preguntó preocupada.
-Todo…todo es demasiado perfecto. -dijo con la cara embarrada en lágrimas.
-¿No es eso lo que querías?
-Sí. No. No sé. No así. No tan perfecto.
Se volvió a rascar la sien pero esta vez fue más enérgico. Lo suficiente como sacarse los visores y volver a la realidad.
El mismo Miguel, con unos kilos de más, una barba de tres días y una calvicie prominente estaba recostado en un sillón en medio de una habitación sucia, oscura y derruida.
Con mucho esfuerzo se acomodó y miró a su alrededor. No tenía una familia feliz, nunca la había tenido. Nunca había visitado una casa en un lago. Lo único que tenía eran esas malditas gafas de realidad virtual.
Las volteó y con tristeza observó el logo grabado frente a ellas: IDIL & Co.
FIN