Las azulosas hebras de su inseparable gorro se agitaron por la fresca brisa que rondaba los alrededores, contorsionando su estómago en esporádicos calambres, producto de la adrenalina que palpitaba eufórica dentro de sus venas. Un ligero jadeo salió quedito de su boca, una peculiar mezcla entre miedo y emoción burbujeando deseoso de sentir una pizca de libertad tras un exhaustivo confinamiento. Ansiaba el sol, la luz, el aire. Deseaba ser libre.
Presionó en un inestable puño el brillante pomo que dividía la entrada del exterior, tentándolo a retractarse de su decisión para así, retornar sin más opciones a la solitaria prisión que devoraba su existencia con la ayuda de todas esas extrañas máquinas que entraban a su cuerpo causándole dolor. Negó frenético respirando una, dos y hasta tres veces para darse algo más de valor. Él era valiente, su madre se lo había dicho infinidad de veces y ella no le mentiría.
Avanzó temeroso entre los estrechos pasillos que le cercaban, apoyándose de las frías paredes pintadas en un escalofriante blanco. El chirrido metálico era agobiante, repicando en ecos por aquel abandonado lugar, tan fuerte como las palpitaciones que golpeaban descontroladas por encima de sus sienes incrementando su ansiedad. Las leves risas infantiles estaban próximas, divisando a unos metros en la lejanía un colorido campo de juegos. Leyó con dificultad el letrero que decorado con graciosas imágenes de animales se exponía enfrente, comprendiendo que había llegado al sitio correcto. El pabellón infantil.
Una débil sonrisa surcó sus agrietados labios ocultándola bajo el peso del cubrebocas que se afianzaba a su rostro por seguridad. Sus afelpadas pantuflas de conejo crujían al ir y venir en un vacilante paso, rehuyendo presionar el botón de acceso. Cogió con mayor fuerza el soporte de metal del cual pendía una plástica bolsa de medicamento que le conectaba a ella de forma intravenosa, arrastrándola hasta estar junto a esas personitas que al igual que él, pretendían olvidar por un breve instante la cruel sentencia con la que los condenaba la vida a tan temprana edad.
Recorrió el improvisado jardín rehuyendo la curiosa mirada de los niños que le estudiaban con desagrado. Mordió su labio avergonzado, haciendo esfuerzos sobrehumanos para traspasar el pesado nudo que estrangulaba su garganta sintiéndose herido. Jaló renuente de las mangas de su ropa en un acto reflejo por ocultar los notables manchones purpuras que se pincelaban sobre su grisácea piel, tan grotescos que lo hacían asemejarse a un horripilante monstruo. Bajó la vista aún apenado consigo mismo, apreciando su visión panorámica distorsionada por el flujo de las lágrimas que se aglomeraban en sus parpados negándoles descender. ¿Por qué no podía ser normal?, ¿por qué no podía ser sano?
Tomó asiento en una de las bancas disponibles perdiéndose en el mecer hipnotizante de las bellas flores que adornaban uno de los árboles antes de que fueran despedidas hacia el firmamento, a esa inigualable libertad que también codiciaba experimentar fuera de aquella cárcel inmaculada.
—Me gusta tu gorro, es del color del cielo.
Escuchó decir con voz amortiguada. Miró hacía su costado izquierdo, contemplando por primera vez a la acompañante que, así como él, admiraba en un abrumador silencio algo que no podía obtener. Su pequeño cuerpo se encontraba vestido por una graciosa bata médica en un llamativo tono amarillo mientras un lindo suéter azul la protegía del frío otoñal. Observó con detenimiento sus largos cabellos azabaches elevarse con encantó, sujetándose del rojizo lazo que delineaba su cabeza mostrándola tan dulce, tan tierna que le fue imposible no sonreír detrás de la tela de su protector. Una linda Blancanieves.
Ella debía presentirlo, ya que en un instante posó su entera atención en él. El cobrizo de sus ojos se paralizó ante la calidez infinita que despedían los suyos, apreciando a sus entrañas retorcerse en el más puro de los nerviosismos cuando miró por primera vez el profundo de esas pupilas teñidas de azul. De forma inconsciente llevó sus manos hacia su área abdominal pretendiendo controlar con su acción el revoloteo de las traviesas mariposas. Sus rosados labios se ensancharon en una espléndida sonrisa, un gesto tan común y a la vez ordinario y, sin embargo, esa pequeña desconocida era la primera persona dentro de ese lúgubre recinto que no le trataba con exclusión o rechazo debido a su drástica condición. Después de tanto tiempo de aislamiento el destino parecía haberse compadecido de él al permitirle conocer a alguien que le hacía sentir de nuevo como un niño normal, y no un moribundo que tenía que agradecer sus días. Al menos por un breve lapso, y para Hana que le ofrecía como obsequio su peculiar y roído peluche con forma de manzana, había dejado de ser el paciente de la habitación 136 para volver a convertirse solo en Jason.
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En las siguientes semanas sus energías eran más notorias, inyectándole tanta vitalidad a sus acciones que incluso la común bolsa del desagradable y maloliente medicamento había sido retirada por una de las enfermeras para permitirle algo más de independencia por los corredores y pasillos del hospital. Con seguridad oprimió el botón de acceso del espacio de juegos, buscando impaciente a quien le había motivado a abandonar el reposo dentro de su incomoda cama.
La encontró en una de las mesas más retiradas concentrada en colorear lo que fuese que estuviese plasmado en el papel. Contó mentalmente los vistosos crayones que parecía atesorar, siendo un total de siete diferentes si prestaba atención al diminuto y casi inexistente que aún se mantenía usando. Era su favorito, el crayón morado. Estiró el cuello con disimulo en la dirección en dónde estaba Hana, obteniendo un vistazo de su laborioso trabajo. Era él, al menos el gorro tejido en la cabeza era un indicativo. Vestía un gracioso atuendo a la vez que se alcanzaba a divisar una larga capa que se desplegaba en el infinito en la típica pose de caricatura. Lo había dibujado como a un superhéroe. Él era el superhéroe de Hana, sólo él. El común aleteó resurgió con mayor intensidad que las ocasiones anteriores, brindándole a sus mejillas algo más de vida.