Elevó la vista hacia el letrero posado en la parte superior de la entrada, observando algo confundido que no había oraciones o al menos palabras que le informaran que estaba en el sitio correcto. Estrujó sus dedos algo inquieto, arrugando de a poco su ropa médica considerando la tentadora opción de retornar y dejar su visita para otra ocasión más oportuna.
—Tranquilo, Jason—dijo en un tono gracioso, aparentando imitar la vocecilla del peluche que aferraba desde sus deshilachados hilos algo sueltos en su intento por relajar y desvanecer los nudos de estrés que amenazaban con vaciar sus viseras—. Se valiente por Hana—continuó metido en su papel sonriendo menos tenso contra la risueña mueca que se mantenía cosida por debajo de los redondeados ojos de Hali, su pequeña manzana roja—. Tienes razón, por ella lo haremos, Hali—le regaló otra sonrisa—. Por ella lo haría todo.
El tiempo que el personal del hospital utilizaba para comer sus alimentos diarios estaba por concluir, lo que significaba que los guardias no demorarían en verle si no se daba prisa y desaparecía. Se dedicó a pensar de nuevo en la conversación que habían mantenido las dos jóvenes enfermeras que eran responsables de sus cuidados, rememorando una de las frases que lo habían orillado a ir en esa dirección en especial.
—"Hana Carver, la niña que fue rescatada hace algunos meses, aquella que está en el pabellón de niños sin hogar".
—¿El pabellón de niños sin hogar? —soltó mientras subía la mirada por enésima vez a las coloridas formas que trataban de expresar el significado de aquella desolada área.
La figurilla de un niño posado a un costado de algo semejante a una casa parecía ser lógico ahora que entendía el trasfondo de la situación. Respiró con nerviosismo, girando la cabeza de izquierda a derecha en un veloz movimiento. Los pasillos estaban despejados y él desde luego no debería estar irrumpiendo ahí. Hecho un último vistazo en busca de posibles invasores que lo obligaran a abandonar el recinto, e impulsándose internamente dio el paso decisivo. Las esponjosas pantuflas de conejitos se arrastraban por las baldosas formadas en falso mármol, haciendo un chillido gracioso que delataba sus pisadas conforme se aproximaba al largo sendero de números grabados en bonitas placas doradas. La habitación 504, ese era su destino.
—Aquí es—mencionó bajito, identificando en la insignia que estaba en la puerta correcta.
Lamió la resequedad de sus labios sintiendo el ahora común revoloteo presionar desde el interior y salir en una onda expansiva que aceleraba sus latidos. Estaba por tocar para hacerse presente cuando se percató que esta se hallaba entreabierta, no lo suficiente para que accediera, pero sí para que obtuviera una percepción de lo que se ocultaba en esas cuatro paredes. Los frágiles sollozos se propagaban por los alrededores, deteniendo de súbito las alegres palpitaciones con las que su corazón golpeaba segundos atrás. Caminó unos pasos, distinguiendo bajo los pies de la cama el minúsculo cuerpo de Hana. Su carita enterrada entre sus brazos amortiguaba los sonidos de su llanto, haciendo de esto un suplicio discreto. Ella sufría, sin espectadores, sin cuestionamientos, solo dejaba correr las lágrimas que continuaban lastimándole el alma.
Retiró su atención de la infanta, doliéndole ser testigo del enorme peso de su tristeza. Se abrazó al suave peluche que retenía consigo deseando aproximarse y poder aliviar el pesar que la azabache manifestaba en forma de hirientes lamentos. Toda esa luminosidad, toda aquella vibrante y cándida energía que explotaba a borbotones adquiriendo la apariencia de una encantadora sonrisa, se había esfumado. Ahora solo podía estar junto a ella en la distancia, contemplándola desmoronarse pieza por pieza sin entender lo que debería hacer para volver a darle la felicidad que alguien se había atrevido a arrebatarle.
—Perdóname, hermano—le oyó pronunciar con la voz desgarrada sujetando un viejo pliegue fotográfico.
Sus pupilas resplandecían a causa de las escurridizas lágrimas, aumentando la intensidad de ese azul que en incontables ocasiones le proporcionó paz. Apartó la humedad de sus enrojecidas mejillas poniéndose de pie, permitiéndole ver lo que ocultaba tras ella, allá arrumbados en una de las bases de su mesita de noche estaba quizás su tesoro más preciado. Un par de tenis Converse rotos.
Se apartó de la entrada antes de que fuese notado, adhiriéndose casi por completo con el frío muro en su esfuerzo de volverse invisible o algo así, sin embargo, Hana se encontraba tan hundida en su desconsuelo que ni siquiera se percató de su irrupción en el pabellón. Siguió la vagante figura transitar por el corredor, tan minúscula y dañada que no pudo contener su propia aflicción. Entró al espacio personal de su querida compañera de juegos y aventuras, percibiendo el aroma de las frutillas y crayolas emanar del dormitorio pintado en tonos pastel, sonriendo en automático.
Tomó la maltratada fotografía del suelo, divisado una enternecida escena entre un chico portando divertidas astas de reno sobre su cabeza y una Hana más joven con una enorme y fulgurante nariz roja en medio de su rostro. Ambos abrazándose de forma fraternal frente a un radiante árbol de navidad mientras que ella recibía unos sencillos tenis blancos recién salidos del empaque, los mismos que ahora podía ver escondidos en la oscuridad, inservibles gracias a los orificios que traspasaron la tela con premeditación. Ahora lo comprendía, una persona lo había hecho, alguien había sido lo suficientemente desalmado para despedazar y hacer girones el único presente que Hana había aceptado por parte de su hermano antes de nunca más volver a verle. Dejó la imagen sobre la mesa y apresando las zapatillas deportivas junto a su pecho, se marchó.
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Cuando llegó a su respectiva habitación no perdió más el tiempo, rebuscó entre los cajones que las asistentes siempre mantenían llenos de accesorios médicos, hurtando por unos minutos las metálicas tijeras y avanzando hacia el closet buscó lo que, de acuerdo con su plan, funcionaría para consolar un poco el maltrato corazón de Hana.