Los silenciosos pasillos del pabellón de niños sin hogar eran ciertamente terroríficos a esa hora de la noche. Sus asustadizos ojos oscilaban por instinto desde una esquina a otra, activando en él las alarmas en alerta extrema por si acaso, un espantoso monstruo optaba por arrastrarlo a un oscuro rincón e ingerirlo como bocadillo nocturno. Negó con resignación ante ese alocado pensamiento, ¿Qué tipo de criatura se comería a un niño enfermizo con aspecto de costal de huesos y amargo sabor a medicamentos? Así es, por más hambre que tuviese ninguno lo haría. ¿Por qué no podía acostumbrarse a la idea de no ser alguien normal?, su espalda se sacudió en un escalofrío, apretando con mayor fuerza el agarre que mantenía con la mano que la enfermera Catherine le ofreció para poder guiarlo de regreso a su habitación.
—No temas, los monstruos no se atreverán a acercarse—le garantizó ella casi leyéndole la mente, correspondiendo a su toque desmedido para brindarle seguridad.
—Lo sé—respondió dolido, disminuyendo las cortas pisadas hasta detenerse de improviso—. Mi aspecto asusta más que el de cualquier otro monstruo —intentó formar una mueca graciosa, pero le fue imposible. Las comisuras de sus labios decayeron con pesar, estrujando el corazón de la joven asistente que también aguardaba sin moverse en el solitario camino.
Unos reconfortantes brazos rodearon su cuerpo consolando con su calidez la tristeza que hería desde lo más profundo de su alma sin entender que hacer para curarle y que dejara de doler. Mentiría si dijera que ya no deseaba correr, brincar o jugar. Mordió su labio inferior al recrear todas las posibilidades disponibles, llegando a la única que por ahora era su prioridad. Todo lo que pedía, todo lo que le suplicaba a la vida, era tener el tiempo suficiente para compartirlo con Hana. Esa pequeña de cabellera tan larga como la de Rapunzel, se había convertido en su nuevo sueño, uno que no permitiría que terminara por causa de su enfermedad.
—Ni siquiera soy capaz de tener una idea de lo duro que ha sido este tormento para ti, Jason—mencionó la enfermera Catherine en tono alentador, recordando la silueta de aquel menor de tan sólo siete años que una tarde de marzo había asistido a la sala de urgencias debido a una hemorragia incontrolable, ese había sido el principio de toda su tortura tanto física como emocional. La humedad empezó a colarse por su uniforme. Sacó fuerzas para no desmoronarse frente al infante que desahogaba en sus hombros el increíble peso que por dos años disfrazó bajo una máscara de fortaleza que el día de hoy se hacía pedazos—. Eres la personita más valiente que conozco.
—No quiero ser valiente—soltó lastimado, aspirando los fluidos que escapaban por sus fosas nasales. Afianzó sus dedos casi esqueléticos a la ropa que estaba a su alcance en un acto reflejo para no desaparecer, admirando horrorizado cómo se marcaban las impresionantes falanges y cada uno de los huesos correspondientes. Era un cadáver andante, un simple muerto al que aún se le concedía la oportunidad de respirar—. ¡Quiero ser normal! —gritó con tal amargura que su interior se fragmentó, sus rodillas se hundieron provocando que cayera aún abrazado a Catherine, llevándola consigo cuando ambos se precipitaron en dirección a las losetas recién aseadas por el equipo de intendencia—. ¡Por favor, quiero ser normal!, ¡quiero ser sano para estar con ella! —mencionó a Hana, evocando los dulces instantes que habían pasado juntos minutos atrás, una vez le ayudara a calzarse los adorables tenis que había remendado para verle feliz.
Una punzante sensación rompió el ritmo de su llanto, encontrándose con la maternal expresión de su acompañante que, usando una jeringa plástica, le había colocado un tranquilizante para evitarle una lesión innecesaria. Los alrededores del corredor pronto dejaron de tener sentido, alcanzando a ubicar manchones distorsionados que empañaban su visión panorámica. Bajó lentamente sus parpados ante el cansancio que se filtró por sus poros, detallando con la yema de sus dedos aquella lágrima que la enfermera Catherine derramó en nombre de su sufrimiento.
—Sólo quiero vivir para seguir a su lado—Jason susurró tan sincero que más lágrimas descendieron por las mejillas de la joven mujer, entregándose finalmente a un mundo de sueños en donde al menos por unos instantes, le sería posible imaginarse recuperado, yendo a la escuela y jugar de nuevo al baloncesto mientras Hana le contemplaba desde las gradas diciendo su nombre para animarlo.
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El gélido viento de febrero estaba haciendo su arribo, impidiendo que por seguridad se les fuese negado el acceso al área de juegos a todos los niños del hospital sin excepciones de por medio. No obstante, ahí estaba él, delante de la puerta de cristal que le daría el pase hacía el verde exterior cubierto de nieve. Ajustó el pomposo abrigo que lo cubría hasta por arriba de los tobillos, sintiéndose perdido entre las capas de tela que devoraban su flacucha e inexistente complexión. Buscó en uno de los bolsillos, tomando la colección de llaves que, en un descuido oportuno, había logrado hurtar del compartimiento personal que las asistentes del doctor Ledford tenían en su habitación.
Suspiró con las huellas de la culpa empezando a mermar dentro de su subconsciente, diciéndose qué todo lo había hecho para darle una agradable sorpresa a Hana por motivo de su octavo cumpleaños. El primero lejos de la protección de su hermano y el número ocho que pasaría apartada de unos padres que durante toda su corta existencia la habían agredido de manera inhumana. En medio de su soledad, ella solo lo tenía a él.
Abrió la cerradura después de su vigésimo intento, manteniendo sumo cuidado en no presionar los botones que activaran las alarmas, arruinando así, el regalo que pensaba darle a la azabache. Los minutos siguientes estuvo en el marco de la entrada contando mentalmente todas las palabras de felicitaciones que pensaba comunicarle para alegrarle lo que restaba del día, sin embargo, su cerebro se quedó paralizado en el preciso instante en el que la vio aproximarse. Sus largas hebras se encontraban acomodadas en una bella trenza que se movía con gracia, enmarcando la intensidad de sus dulces pupilas azulosas. Vestía una delicada y sencilla gabardina rosada sobre la respectiva bata médica que por reglamente debía usar, haciéndola lucir esplendorosa, tan majestuosa que avivó de un sólo golpe a las inquietas mariposas que parecían multiplicarse siempre que Hana estaba cerca.