47 Razones para Amarte (libro 1 de la Saga Razones)

Razón #5 - La Tierna Mirada de Aurora

El triste viento de febrero soplaba con fuerza sobre la zona de juegos, aun cuando la temperatura les permitía resistir estar por los alrededores sin que los doctores tuviesen que prohibirles unos cuantos minutos lejos de todas esas amargas pastillas, terapias y reposo impuesto.

Se avecinó a paso cauteloso mientras tiraba de su soporte metálico, observando a detalle las reacciones del minúsculo cuerpo que yaciendo encorvado bajo las raíces salientes de uno de los árboles, parecía fundirse con la congelante brisa que jugaba con sus cabellos. Tan sublime, tan delicada y etérea que temía fuese a quebrarse si tan sólo rozaba su hombro convirtiéndola en una constelación hecha con polvo de hadas. Su pecho se cernía en violentas sacudidas, unas profundas, otras descompensadas, pero todas ellas rotas, sometidas a trabajar un organismo que respiraba en modo neutral.

El revoloteo de sus amigas mariposas esta vez no estaba presente, por el contrario, su estómago se retorció de forma desagradable oprimiendo su interior con tal fuerza que temió partirse por la mitad, empujando el oxígeno lejos, muy lejos. Arrastró una vez más las felpudas pantuflas por el recién cortado césped, delatando su nerviosismo en el pesado halito que escapaba por la delgada tela de su cubrebocas. Debía aproximarse, tenía que hacerlo antes de que fuese demasiado tarde, las alarmas dentro de su cerebro se lo gritaban desesperadamente.

—¿Hana? —llamó quedito a la pequeña que simulaba dormitar sobre la rugosa corteza sin recibir algún signo por respuesta.

Otro paso temeroso fue dado para adelante, siendo posible sentir las pulsaciones de su corazón rasgando en los oídos en su intento por apresurarlo. Se inclinó hasta estar a su altura, resaltando el regordete peluche de manzana verde apresado entre las amoratadas manos de la niña. Joey la acompañaba en silencio, atento, vigilante de que alguna otra persona del mundo de los vivos viniese en su auxilio.

Los cortos mechones azabaches de su flequillo se adherían a su frente gracias a las perladas gotas de sudor que escurrían desde su piel grisácea, cerosa. El azul delirante de sus ojos se había ido, sus parpados los ocultaban en aquella angustiante mueca de tranquilidad que exteriorizaba. Era como ver una figurilla antigua, la pieza de un museo que posaba para el asustado espectador que la admiraba sin comprender a tiempo que no era normal su estado.

—Hana, ¿estás bien? —insistió sin obtener resultados favorables. Tocó una de sus mejillas en espera de que su tacto le trajera de vuelta de ese engañoso sueño, sin embargo, el cuello de la infanta se ladeó sin sentido en dirección opuesta en una pose escalofriante. Sus extremidades se hundieron por entero en la superficie de madera, no siendo más que trozos inertes de trapo que se movían sin orientación, casi sin vida. Aterrado cayó hacia atrás rebotando sobre su parte trasera, halando con brusquedad de la vía intravenosa que le mantenía conectado a la bolsa de medicamentos que se sacudía desde arriba por el impacto—. ¡Basta, esto no es divertido! —la reprendió sin mucho éxito resaltándose en sus vocablos el pavor que sentía de verle de esa manera tan inanimada.

Juntó el peluche que había resbalado de la protección de su dueña, entendiendo el mensaje que Joey le solicitaba con aquella fija mirada bordada por finos hilos negros. "Por favor, ayúdala". El miedo destellaba desde lo más hondo de su iris, obligándolo a prestar atención en esos diminutos detalles que incrementaron su más arraigado temor. La menor tiritaba sin detenerse a consecuencia de los altos grados de fiebre que la consumían, sumergiéndola en una dimensión en donde él no podría alcanzarla si continuaba sin reaccionar. Ella estaba atrapada en la inconsciencia, en un oscuro universo de pesadillas que deseaba convertirla en su nueva reina.

Caminó hasta la frágil durmiente retirando las húmedas hebras que empañaban la serenidad y dulzura de su rostro de niña pequeña. Se forzó a inhalar algo de aire, barriendo con el dolor que se extendía hasta paralizarle. Negó con la vista prendida de su querida compañera, repitiéndose centenares de veces que él había dejado de ser un niño ordinario hace ya bastante tiempo, y era ahora cuando tenía que poner en marcha las cosas que la vida le había permitido aprender, aún si le había instruido a ser una persona valiente de la forma más cruel.

—No me dejes aquí, Hana—le dijo con el alma hecha pedazos, deseando arrancar de sus memorias la imagen tan destruida que exponía la azabache. Alejó sus ojos de esos que persistían cerrados, escondiendo su cara en el regazo de Hana para que ni siquiera le fuera posible detectar su tristeza tras esos muros invisibles que los distanciaban—. ¡No puedes irte!, ¡Tú no!, ¡No quiero perderte a ti también! —vociferó dolido—. Tienes que recuperarte, ¿de acuerdo? —suplicó abrazado a su cintura—. Iré por ayuda, así que sólo resiste —explicó sin importarle sí ella podía comprenderle, él sabía que Hana lo haría.

Un agudo gritó rompió desde su garganta al dar el primer paso en busca de una enfermera que pudiera socorrerlo, derribándole por entero al halar en un descuido de la punzante aguja que conectaba su vena con el transparente líquido que ya se derramaba sobre la tierra. Los preciados riachuelos carmesí escapaban por el orificio que ocupase el filo de la manguera plástica, ignorando el terrible malestar para erguirse y conseguir la ayuda que su amiga necesitaba. Recorrió exhausto los bordes del pabellón, tocando, moviendo y agitando sus sangrientos dedos por las pulcras paredes para así, localizar el botón de emergencias antes de que sus energías estuviesen drenadas y Hana quedará a la deriva postrada en aquel olvidado árbol. Las estridentes campanillas repicaron en medio de su desfallecimiento, oyéndolas tan apartadas que creyó estar en un sitio diferente. Altas figuras vestidas de blanco bordearon la zona llegando hasta donde estaba derrumbado.




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