La puerta de la habitación 136 se cerró silenciosamente haciendo un pesado eco dentro del solitario espacio. Recargó su cuerpo por entero en el marco de entrada, empujando el metálico cerrojo para impedirle el acceso al personal médico que iba tras él. Retiró el molesto cubrebocas de su rostro lanzándolo algún punto muerto del dormitorio. Su quijada hizo un extraño sonido al presionarla con fuerza extrema, sintiéndose invadido por el acumulo de emociones que empezaban a flotar como pequeños barcos de papel en una corriente sin caudal.
Estaba cansado de fingir que no escuchaba. Estaba exhausto de todas las miradas que recibía y que aparentaba no ver. Suspiró agotado, retrayendo los sentimientos que amenazaban con hacerlo explotar en cientos de pedazos sino se controlaba. Ya no era posible ignorarlos, ni a ellos, ni a su realidad.
Empuñó el espejo de bolsillo que le habían entregado, arrastrándose con paso destruido hasta el rincón más oscuro, ese que le permitiera ocultarse, aquel que impidiera revelar su verdadero y desagradable ser. Se deslizó por toda la sólida pared cayendo derrotado en unas peligrosas fauces que estaban por devorarlo, oyendo sin el menor interés los llamados llenos de preocupación de aquellos que forcejeaban contra la chapa para poder acceder al interior.
—¡Jason, por favor abre la puerta! —pidió desesperada Catherine desde el otro lado sin obtener alguna respuesta del menor inquietándola más—. ¡Sólo querían lastimarte!, ¡No creas en sus palabras! —vociferó la joven, consiguiendo qué por primera vez fuese consciente del sitio en el cual se mantenía cautivo.
¿No creer en sus palabras?, formuló su mente con desdeñosa ironía sin contenerlo. Esos niños se habían referido a su persona de un modo tan hiriente, despectivo e inhumano que no contaba con las armas para justificar la carga de sus malas acciones, sin embargo, tampoco tenía el poder de desmentirles, ya que por mucho que le hubiesen marcado los argumentos que arrojaron con humillación a su cara, habían sido verdad, su triste verdad.
Una estrepitosa risa estalló de pronto, paralizando a los guardias y enfermeras que permanecían en el exterior. Las infantiles carcajadas se esparcieron por el lugar dejando una amarga sensación de desdicha, obligando al grupo de adultos a reaccionar ante la inestabilidad emocional por la que estaba atravesando el paciente encerrado en la habitación 136.
—¡Cómo permitieron que esto sucediera! —reprendió furioso el doctor Ledford a su grupo de asistentes mientras daba indicaciones para localizar el juego de llaves de emergencia—. ¡Si la salud de Jason se ve comprometida, será su responsabilidad! —señaló acusador a Catherine y a su compañera de turno, quienes con semblantes culpables aceptaban la merecida reprimenda por parte de su superior, haber permitido que Jason fuese expuesto al acoso y agresión versal de los demás infantes que estaban en el pabellón de juegos había sido una falta imperdonable.
Sus esqueléticos dedos separaron temerosos el compartimiento que guardaba un espejo circular. Los platinados reflejos chocaron con los débiles rayos de luz natural que entraban por las rendijas de las ventanas plasmando la dolorosa silueta de alguien que desconocía, de alguien que definitivamente no podía, ni deseaba ser él. El aire abandonó sus pulmones cuando volvió a vislumbrar los contornos de un rostro demacrado, diminuto, consumido hasta delinear el filo de sus pómulos y el resto de los huesos faciales. Giró su cuello de izquierda a derecha en un gracioso movimiento para a continuación regresarla a su posición original y moverla de arriba abajo en busca de algo que por desgracia siempre estaba ahí, tan evidente que era ridículo que lo hubiese ignorado por tanto tiempo, o tal vez, inconscientemente fue mejor haberlo pasado a segundo plano por su propio bienestar.
—"¡Mírate!" —le dijo la niña que había sacado el espejo que retenía entre su ropaje médico, colocando el artefacto delante de él con un toque de violencia—."¡Lo vez, no eres más que un feo monstruo!".
—"¡Eres repulsivo!" —otro de ellos había dicho cuando lo empezaron a rodear.
—"¡Pareces un cadáver!"—sugirió un pelirrojo pecoso de unos doce años, el responsable de arrebatarle el cálido gorro de color azul, exhibiendo las regiones de su cabeza en donde radicaba la calvicie producida por la quimioterapia—. "¡Ya vieron, luce como el monstruo de una película de terror!".
El sonido de los cristales esparcidos por el suelo fue indicativo de su hondo malestar, apresó las rodillas con sus manos pidiendo ser tan minúsculo e invisible como una motita de polvo que surcaba por el infinito. Sin temores, sin penas, sólo libre, no obstante, estaba atrapado en un cuerpo que lo anclaba a un mundo que parecía despreciarlo en todas sus formas existentes hundiéndolo en un oscuro mar de desesperanza.
Ascendió las mangas de su vestimenta apreciando los amoratados manchones que se extendían por los pliegues de su piel, los notorios espacios de separación entre sus huesos, los orificios por donde entraba ese ardiente medicamento hasta derretir sus músculos y nervios. Todas ellas eran las marcas de su lucha, las huellas de una guerra que día a día libraba hasta perder el aliento, una batalla a muerte a la cual ese grupo de niños habían reducido a un mero chiste, una burla barata. Muchos fueron sus intentos por disculparles, por decirse que ellos ignoraban el impacto que sus horribles comentarios podían acarrear en alguien enfermo, su madre se lo había explicado hace muchos años sobre siempre perdonar y brindar una segunda oportunidad, pero ahora le pareció difícil y sumamente injusto el hacerlo.
Levantó la vista enrojecida por las lágrimas al recordar lo sucedido, cubriendo sus oídos de aquellas voces que lo atacaban aún en sus memorias. Jugueteó con los amorfos trozos de vidrio como si fuesen las partes de un sangriento rompecabezas, seleccionando después de angustiantes segundos el de mayor tamaño.