47 Razones para Amarte (libro 1 de la Saga Razones)

Razón #7 - Las Alas Rotas de TinkerBell

Los intensos escalofríos sacudían sus extremidades con ligereza, obligando a su cuerpo a contorsionarse en un extraño ovillo postrado entre las cálidas mantas. Una desagradable mueca deformó su pálido rostro cuando una sorpresiva arcada estuvo por salir precipitada desde su garganta, arrojando a estas alturas el conjunto amarilloso de bilis, ácidos gástricos y los restos del medicamento que había recibido hace apenas unas cuantas horas atrás.

Se contrajo en una masa amorfa de músculos gelatinosos y telas sudorosas, presionando ambas partes de su dentadura para aplacar el desgarrador grito de dolor que clamaba por ser libre. Abrazó a Hali en busca de fortaleza, desesperado por sólo un poco de valor. Tragó con pesadez las lágrimas que aún en medio de su inconsciencia escurrían, sintiéndose tan diminuto e indefenso como el suave peluche de manzana que aprisionaba cual bote salvavidas. Hizo un esfuerzo en olvidar el intolerable malestar que parecía pulverizarle los huesos desde adentro, siendo conocedor de que únicamente el sueño podría brindarle algo de descanso a su maltrecha persona.

Enfocó sus sentidos en soñar cosas agradables, felices e inimaginables. Viajar a través de un universo con sabor a cereal de chocolate, contemplar estrellar con figurillas de azucaradas gomitas de colores o hasta navegar por un interminable océano de leche con un delirante aroma a menta fresca. Sonrió un poco al comprobar que funcionaba, las secuelas de la quimioterapia retrocedían. Quiso poner a prueba su habilidad de imaginar e idealizó dentro de sus pensamientos la mediana figura de una mujer, la misma que de forma gentil posó su cabeza en su regazo dispuesta a consolarlo. Una tibia mano acarició los húmedos cabellos que aún pendían de su cuero cabelludo, intentando colmarle de la tranquilidad que precisaba para descansar.

Una punzada de pesar le golpeó desprevenido, estando muy cerca de romper su bello espejismo para arrojarlo de nuevo a la amarga realidad. Negó temeroso de perder la ilusión que había creado, diciéndose repetidas veces que aún no era el momento. Él merecía estar cerca de ella, aún si sólo era dentro de su infantil imaginación.

—Mamá —nombró a la fantasmal forma que empezaba a tararear una dulce canción de cuna para arrullarle. Movió sus miembros en busca del falso calor corporal que desprendía, dejándose engañar por aquellos amorosos brazos que correspondían su gesto—. Me haces mucha falta —confesó dolido mientras recibía un tierno beso en la frente.

"Perdóname, Jason" solicitó encarecida—. "Perdóname por obligarte a padecer esta tortura" se culpó ella, haciendo un repaso mental de las innumerables situaciones en las que su hijo debió requerirle junto a él.

—Estoy tan cansado, mamá —admitió en medio del llanto que empezaba a hacerse presente—. ¡Duele!, ¡duele mucho! —vociferó entre lágrimas, rememorando el agotamiento extremo, los moretones, los grotescos abultamientos que sufría, las numerosas náuseas, el desagradable hedor que despedían sus fluidos cuando el vómito era insostenible—. Si te necesitaba, ¿por qué te fuiste?, ¡Por qué lo hiciste! —desahogó las palabras que por muchos meses estrujaron su alma hasta lesionarla, las mismas que deseó exclamar cuando en compañía de su padre admiró a todos esos desconocidos darles sepultura a los restos de su madre en una desolada tarde de marzo.

"No hay motivos, simplemente tenía que ser así" dio por respuesta, colocando mayor fuerza a los brazos que protegían el cuerpo de su hijo de cualquier peligro, una acción que por desgracia ya no le era posible hacerlo en vida—. "Siempre estoy a tu lado, Jason"—explicó la mujer en tono comprensivo, distinguiéndose su infinita tristeza tintinar en sus ojos avellana—. "Y eso no cambiará nunca, debes entenderlo"le dijo convencida, otorgándole una entrañable sonrisa para aminorar su perdida.

—Debes mantenerte fuerte, debes hacerlo —aseveró con dificultad un tercer espectador con la mirada posada en el pequeño, comprobando de vez en vez que las sofisticadas máquinas funcionaran de forma correcta. Por fin sus signos vitales habían vuelto a la normalidad.

—Trataré de resistir —habló el infante entre murmullos indescifrables a raíz de su delirio mientras un refrescante paño recorría sus afilados pómulos para enfriar la acalorada piel—. Sólo por Hana y por ti seré fuerte mamá —afirmó presa de la fatiga emocional, hundiéndose en el colchón un poco más calmado.

Estiró sus dedos hasta tocar el frágil rostro que aún mostraba indicios de incomodidad, contorsionándose bajo las huellas de un tormento que prefería callar, soportando en solitario y en reserva la partida de la persona más valiosa que un niño podría llegar a poseer. Su madre. Retiró una a una las brillantes lágrimas que escapaban fugitivas desde sus parpados cerrados, depositando un fugaz beso en el borde de su sien izquierda. Ella lo entendía, ambos compartían ese espacio faltante dentro de sus corazones que nunca más podría volver a ser llenado por nada ni nadie. Era una pieza única, una que ninguno de los dos poseía, sólo que, a diferencia de Jason, a ella le fue negado desde un principio experimentar el sentimiento de tener todas las partes de su rompecabezas completo. Tanto como lo era ella, incluso los "doki-doki" de su corazón sonaban amargamente anormales y diferentes.

—Aquí estoy, Jason —susurró Hana en su oído para que la asistente médica que rondaba la habitación 136 no escuchara su secreto—. Por siempre juntos, ¿lo recuerdas? —tomó la mano que permanecía inerte entre las sábanas blancas rechazando la idea de soltarle. Se impulsó con sus rodillas, ajustando lo suficiente su altura para recostar su barbilla en la orilla de la cama de hospital que apenas le era posible alcanzar—. El enfermero Kevin me dijo que si comía toda la ración de vegetales me traería a verte —le relató con falsa diversión—. Me obligó a comer doble porción de gelatina verde y su sabor era horrible —no pudo reír aun cuando era el postre que más le disgustaba. Inhaló algo de aire queriendo borrar la preocupación de saberle indispuesto, tan quieto como uno de los muñecos de trapo que su hermano le fabricaba con su ropa usada y harapienta. Verle inmóvil tras recibir la dosis correspondiente a su padecimiento era una labor demasiado complicada.




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