Suspiró por milésima vez en los últimos cuarenta minutos, siendo el tiempo que llevaba oculto sin atreverse a romper su posición e ir más allá del marco de la puerta señalada con el número 504. Descansó su espalda sobre la perlada pared, bajando la vista hacia el curioso bulto que cargaba entre sus manos de manera protectora. Sonrió con torpeza al recordar el esfuerzo que había puesto para poder fabricarlo siguiendo atentamente las indicaciones de Catherine e impidiéndole a la joven enfermera, que fuese ella quien lo construyera. Sólo él debía hacerlo, nadie más.
Fueron casi siete días de ardua labor entre pegar, remendar y recortar, pero se había propuesto tener sumo cuidado en darle una forma presentable y así poder mostrarle a la adorable personita que, de ahora en adelante, cuidaría de él con el más dulce y cálido de los cariños. Arrastró sus dedos por los bordes de su vestimenta médica tratando de retirar los restos de dura gomilla que se adhirieron a sus yemas, reventando en el proceso las rojizas vesículas que por la reacción habían brotado. Se enfocó en ignorar el creciente malestar, limpió el rojizo líquido que escurría para no evidenciar el daño y dándose algo de ánimo, volvió acercarse a la entrada de la habitación.
Las felpudas orejas de sus pantuflas de conejito se agitaban con cada movimiento, chillando cuando la suela rozaba contra las recién pulidas baldosas. Aproximó apenas la cabeza delatándose cuando los límites de las costuras azules de su gorro lograban verse desde el interior, sin embargo, su querida amiga no le divisó, ella permanecía sumergida en la misma posición de hace diez minutos y treinta antes que eso. Tan distante, tan herida.
La pequeña estaba sentada en la orilla de la cama mientras sus cortas piernas pendían inertes varios centímetros arriba del suelo, mirando con melancólica tristeza la fotografía que ambos se habían tomado semanas atrás cuando descubrieron el nido de aquel bello colibrí. La observó tomar el sencillo marco de madera que Kevin le había traído para evitar maltratar la imagen, redirigiendo su mirada atormentada a la fecha que encerrada en un morado circulo, resaltaba en las hojas del calendario con dibujos de mariposas que reposaba en la mesita de noche. 29 de marzo.
—Sólo faltan cinco días.
La oyó decir con tal desconsuelo que algo muy dentro de su pecho resonó en advertencia induciéndole dolor. Su sistema entero rechazó la idea de peligro que venía en inmensas oleadas desde todas las direcciones dispuesto a destruirlos, tentándole a dejarse ir junto con una terrible catástrofe. Se negó en continuar prestando atención a las alarmas que repicaban sin tregua, diciéndose innumerables veces que no tenía una sola razón para temer. Si Hana estaba a su lado la palabra "miedo" perdía por completo su fuerza mientras era lanzada por un túnel sin fondo. Se internó en el silencioso dormitorio, estudiando a detalle las lastimeras facciones que afligían a la pequeña que desconocía por entero su intromisión en aquellos territorios.
—¿Hana? —la llamó quedito para traerla de regreso del lejano país en el cual se había extraviado, provocando que ella saltara en su puesto ante la impresión de verle aparecer—. Relájate, soy Jason —le aseguró conciliador, sujetando sus manos para apaciguar su nervioso pulso.
Hana no respondió a su explicación, era como si ni siquiera le hubiese escuchado hablar. Elevó su rostro aún sin ser capaz de pronunciar algún vocablo, soltando su fragante aroma a frutillas cuando sus negros mechones resbalaron de la cinta que los sostenía. La ternura que se reflejaba en aquel par de orbes azulosas le marcó con la intensidad de cientos de fuegos artificiales, una explosión de extraordinarias emociones que por un breve momento le robó el aliento. ¿Era posible sentir tanto por una sola persona?, ¿era normal quererle de todas las maneras existentes? Y sin esperarlo, una voz escondida en su inconsciente respondió.
—"Lo es".
—Estás triste —fue una afirmación.
Rozó uno de sus pómulos con el dorso de su mano, tratando de serenar el bullicioso revoloteo que se agitaba en sus entrañas al verla en ese engañoso estado de tranquilidad. Algo estaba mal con ella, terriblemente mal. No obstante, Hana le dedicó una sonrisa esplendida, refrescante, distrayendo el tiempo suficiente a las dudas que comenzaban a carcomerle la mente.
—¡Es un conejito blanco! —le consultó la menor inyectada con una nueva capa de vitalidad, recargando con gentileza su peso en el esponjoso cuerpo que sostenía con tanto aprecio Jason. Deseaba estar así un poco más, sólo un poco más—. ¿Es para mí? —el infante solo asintió.
—Hice lo mejor que pude para hacerlo semejante al del libro de cuentos que la enfermera Catherine nos leyó en la pasada ocasión, lamento si está algo deforme —se disculpó avergonzado frotando su cuello con pena, pero una vez más, Hana no articuló o agregó algo más a la conversación—. ¿Estás bien? —no pudo evitar cuestionarle al testiguar su inquietante comportamiento, la necesidad de indagar sobre su bienestar era mayor, casi una prioridad.
—Si estoy contigo, por qué no he de estarlo —contestó la azabache con los labios extendidos en un gesto de inquietante alegría.
—En ese caso vamos, estamos atrasados —unió sus delgados dedos a los pequeños de ella, admitiendo que le agradaba ver ambas extremidades juntas. Tan diferentes una de la otra y, aun así, encajaban a la perfección en una pieza única.
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Cuando arribaron al pabellón de juegos se dirigieron a la zona más distante, pasando de largo las miradas inquisitivas de los demás niños que les contemplaban con enorme desprecio. Después del percance que había sufrido por parte de ellos, había aprendido a sobrellevar los comentarios malintencionados, prestando oídos sólo a su propia opinión. Si él estaba ahí para impedirlo, no permitiría el abuso físico o verbal por parte de nadie en ningún otro inocente.