47 Razones para Amarte (libro 1 de la Saga Razones)

Razón #11 - Mensajes en Barquitos de Papel

Avanzó algo temeroso al borde de la cama registrando los alrededores de aquellas cuatro paredes en las que se mantenía impregnado el calor de sus lágrimas, el sonido estridente de su risa y el peso devastador de tu tristeza. Inhaló un poco de aire en busca de control, no era el momento de arruinarlo. Finalmente era el gran día. Una sombra de lastimosa nostalgia se apoderó de sus facciones al dirigir su atención al vistoso calendario que reposaba en su mesita de noche, comprobando que, en efecto, el 25 de septiembre estaba encerrado en un círculo con marcador morado. Su nuevo color favorito. Apresó entre sus temblorosos dedos el deshilachado gorro que sobresalía de las sábanas recién tendidas, acariciando con ternura las hebras torcidas o agrandadas por el exceso de uso. Lo colocó con cuidado, presintiendo que quizás esta sería la última vez que lo portaba en esas especiales circunstancias.

—Ya es la hora, Hali —avisó risueño al robusto peluche de manzana roja que le contemplaba en las almohadas con sus bordados y redondeados ojitos negros. La abrazó cariñosamente mientras se acercaban juntos hacía la puerta de la habitación 136, no pudiendo reprimir el nerviosismo con el que sus entrañas se contraían a consecuencia de la terrible ansiedad.

"Pase lo que pase, yo estaré contigo, Jason."

La voz de Hana resonó dentro de sus oídos para consolarlo, barriendo con cualquier clase de temor que tratara de impedir su objetivo.

—Sé que así será, Hana —habló convencido para alguien que ahora sólo estaba presente en sus memorias. Apresó a Hali con mayor fuerza y arrojando lejos los miedos de lo que pudiera llegar a ocurrir dentro de poco, hizo girar el cerrojo que abriría las puertas de una etapa diferente en su vida.

Sus pequeños pies se desplazaban en los pasillos apenas iluminados, titubeando conforme acortaba la distancia en sí continuar o retroceder. No obstante, se dijo que tenía que ser valiente, un pie sobre el otro y ya estaba retomando la compostura. Atrás quedaban las dudas, el encierro, la prohibida libertad, la ropa que lo caracterizaba como aún enfermo y desde luego sus esponjosas pantuflas de conejo.

Recorrió los muros pintados en aquel pulcro blanco que tanto había detestado los primeros meses de estadía, reprimiendo las risas cuando ese pensamiento afloró para aminorar el estrés. Todo parecía adquirir un significado ajeno pese a tratarse del mismo sitio en el que estuvo prisionero cerca de tres años de su inexperta existencia. Un enfoque distinto con un centenar de posibilidades se abría a su plena disposición para permitirle ver sus alrededores con una nueva luz. Se sentía un pececito nadando en las desconocidas profundidades del mar, uno que tras una ardua lucha había encontrado el camino de regreso a casa. Una maravillosa sonrisa se formó en su rostro haciéndolo fulgurar de felicidad. Él iría a casa.

Su andar se vio interrumpido al pasar por uno de los corredores vecinos, prestando interés en el infante que era arropado por una de las enfermeras en turno, no demorando en colocarle con la ayuda de una jeringa el medicamento que él mejor que nadie reconocía. Una capa de compasión se anidó en la boca de su estómago al observarlo padecer el martirio, el terror infinito.

Retiró la vista obligándose a ponerse en marcha, comprendiendo que, para el resto del mundo, para la mayoría de esos adultos frívolos que circulaban formalmente por arriba de sus hombros no importaban sus nombres o identidades, ellos dejaban de ser niños para convertirse en dígitos numéricos, una cifra más que era ingresada por año a las crecientes estadísticas actuales de los casos de Leucemia Linfoblástica Aguda, el tipo más común de cáncer en la niñez. Un padecimiento que, tras una exhaustiva lucha, hoy en día ondeaba la bandera blanca otorgándole una merecida victoria en esa lúgubre guerra. Después de haber estado tan cerca del umbral de la muerte podía vociferar a los cuatro vientos su inminente triunfo. Él había sido el indiscutible vencedor.

Varias decenas de ojos se encauzaron ante él, convirtiéndolo en el centro de atención cuando el pasillo principal le dio recibimiento. Miró a cada una de las personas que abarrotaban el reducido espacio y que habían acudido para celebrar aquel grandioso momento que tratándose de un hospital especializado en cáncer era un evento digno de presenciar. Se adentró en medio de esos cuerpos que aplaudían complacidos, deseando que el equipo de asistentes a cargo de sus cuidados intensivos estuviese también admirando su logro, sin embargo, Kevin, Catherine, su compañera y el propio doctor Ledford, fueron transferidos del Instituto Dana-Farber al Hospital de la Universidad de Washington en la ciudad de Seattle sólo un mes después de que Hana también fuese alejada de su lado.

Aún mantenía nítido el peso devastador de la soledad, la angustia, la inquietante sensación de estar atrapado en un territorio en donde por segunda vez se vería obligado a empezar y reconstruirse desde los cimientos. El pequeño Fénix, era el apodo que la doctora Davis utilizaba para reiterar su fortaleza ante las terribles condiciones físicas y emocionales en las que encontró su caso. Apartó la escurridiza lágrima distinguiendo a menos de dos metros la deslumbrante campana que le esperaba glamorosa para ser tocada desde las alturas.

Soltó la presión fuera de su sistema ignorando los minutos que había contenido la necesidad básica de respirar. Estaba nervioso. Estrujó a Hali casi hasta adherirla a su chaqueta pareciéndole delirante el que pudiera tocar los gruesos hilos que bailaban en la palma de su mano. Por fin sería libre. Espiró una honda bocanada rememorando los anteriores seis meses tras la partida de la azabache. Era cierto que Hana se había llevado consigo el trozo más bonito de su corazón, pero al menos había aprendido de ella a ser fuerte frente a las adversidades, a mostrarle tu mejor cara al destino a pesar del dolor y tomar el sufrimiento como una mera alternativa.




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