47 Razones para Amarte (libro 1 de la Saga Razones)

Razón #35 - El Corazón del Caballero Errante

Sus parpados se abrieron con lentitud, casi con temor de lo que fuese a encontrarse una vez terminara de despertar dentro de aquel inquietante universo pintado de blanco en el que había sido lanzado. El abrumador peso de las palabras dichas por su padre, continuaban golpeando en lo profundo, dañándolo tanto que el dolor físico que había destrozado las extremidades de su cuerpo se percibía lejano, colocando en su lugar una sensación aún más terrible.

—¿No te alegras? —le dijo Jack en un suave tono mientras fuertes dedos acariciaban con falso cariño las hebras de su cabello—. Finalmente eres libre, Matt —argumentó conteniendo la desagradable satisfacción que la situación le incitaba, concluyendo su cruel visita con aquella retorcida y enfermiza afirmación que paralizó a su corazón. Ahora que eres un cuadripléjico, ya no tendré que preocuparme por ti.

Esa palabra se rebobinó sin pausa sobre sus oídos rehusándose aceptar el espeluznante significado que su cerebro por instinto le confirmaba. Varios fueron sus intentos por demostrarle al hombre que estaba equivocado, ordenando sin tregua a sus músculos y huesos para que se flexionaran y retornaran a la vida, sin embargo, ni siquiera los dedos de sus manos reaccionaban. Su cuerpo era el de un juguete defectuoso. Estaba roto.

Tragó el impulso natural de contradecir el fatídico designio con el que estaba siendo castigado, soportando en el más infame de los silencios la crudeza con la que su padre se mofaba de su persona entre hirientes comentarios. La lesión emocional que Jack Brown había asestado en su contra era irreparable. No habiendo en el mundo un anestésico lo bastante efectivo para aliviar el sufrimiento que se reflejaba en el brillo de sus lágrimas. Por Dios, él era su hijo, ¿cómo era posible que no lo amara?

—"¿Y alguna vez lo ha hecho?" —musitó una parte de su subconsciente, no demorando en tener la penosa respuesta consigo demasiado pronto. No, nunca lo hizo.

Quiso aventurarse e indagar un poco más a fondo, rastreando en cada rincón de su mente el más efímero momento en el que el mayor de los Brown le hubiese manifestado afecto. No obstante, era extremadamente triste reconocer hasta estas alturas que eso era algo imposible. Sin importar cuanto esfuerzo pusiera en el pasado para convertirse en el hijo idóneo que Jack había idealizado tener a su lado, él no encajaba en ninguno de los parámetros establecidos, votando por la opción más conveniente para sus planes futuros. Rechazarlo.

Enterarse de la existencia de un segundo hijo por parte su padre fue un duro impacto para un joven que solo soñaba con obtener un poco de su cariño. Oír con tanto resentimiento de la boca de su madre que el producto de esa infidelidad vendría a ocupar un espacio dentro de un territorio en donde no era bienvenido, era un atentado total a su dignidad, un desafío a su estatus de esposa que, sin miramientos, Jack había arrojado sobre sus cabezas para demostrarles que en el instante menos esperado ellos también podían ser desplazados y aunque fuese difícil admitirlo, lo odió. Odió a ese débil niño de nueve años que una mañana cualquiera entró por las puertas de su hogar tomando como guía la mano de ese reacio hombre que para él era inalcanzable, permitiendo que aquel ajeno y oscuro sentimiento carcomiera los escondrijos de su alma.

—Esas son mis galletas —le dijo Matt con un desprecio palpable al pequeño que de espaldas ocultaba en su mochila varios de los paquetes de galletas Oreos que estaban en la estantería.

Intruso. Ese fue el primer apelativo con el que podía relacionar al diminuto ser que parecía esfumarse entre las inmensas capas de ropa que aún no eran acordes a su proporción. Miles de pensamientos contradictorios desfilaron en su interior al verlo merodear la cocina a mitad de la noche, recreando a detalle las distintas maneras en las que podía hacerlo sufrir y así presenciar la misma miseria que él ya experimentaba.

—¿Quién eres? —murmuró Jason con una quebradiza vocecilla mientras limpiaba con la manga de su abrigo los restos de fluidos que escurrían por su enrojecida nariz.

Deseaba herirlo, quería desahogar en ese inocente el pesar que otros habían infringido injustamente sobre él, pero no pudo hacerlo. Jason se giró cauteloso, midiendo con cuidado las acciones que ejercía para pasar inadvertido, dándole a Matt la oportunidad de contemplar por primera vez la mirada de una criatura que estaba pereciendo.

Sus labios se abrieron jalando oxígeno por la conmoción, sorprendido por lo que en un rápido vistazo había observado en aquellos ojitos cobrizos. El dolor contenido en ellos era tanto que le cortaba el aire, visualizándolo casi como un siniestro espectro que le tenía prisionero desde todos los ángulos, tirando una y otra vez del infante con la única finalidad de destruirlo.

¿Quién te hizo esto? Era lo que Matt deseaba interrogarle, no encontrando razones válidas para que un niño como Jason, debelara en el borde de sus pupilas la inhumana crueldad con la que lo habían marcado, gritando en un mudo lamento las monstruosidades de un mundo que nadie de su edad tenía porqué conocer.

Matt se inclinó hasta estar a su altura, mirando con arrepentimiento aquellos entristecidos orbes color chocolate que le estudiaban con desconfianza. Alargó uno de sus miembros en dirección a esa carita temerosa y llena de mucosidades, no extrañándole que el menor retrocediera al sentir el roce de su tacto. Claro, él también había pretendido lastimarlo, ¿cierto?

—Hola, Jason —se presentó con una cálida expresión impresa en su jovial rostro, estando dispuesto a ofrecerle al pequeño esa parte del rompecabezas que tanta falta le hacía para poder seguir adelante—. Mi nombre es Matt, y a partir de hoy seré tú hermano —bastó decirle para que el caos que asfixiaba a Jason fuera rebalsado.




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