El taxi se detuvo delante a la imponente casona que se desplegaba con suntuosa belleza desde el jardín delantero, recobrando la consciencia ante el toque constante del conductor que entre murmullos preocupados le informaba que estaban en la dirección solicitada. Jason observó en silencio la siniestra forma que parecía retarlo desde la lejanía para que se aproximara al interior de sus fauces, optando por descender entre movimientos tambaleantes y descompensadas exhalaciones.
—¿Está seguro de que no desea regresar al hospital? —insistía el amable sujeto que le brindaba algo de soporte mientras obligaba a cada uno de sus miembros para continuar en sus respectivas posiciones aún si los sentía tiritar en carne viva.
Jason se negó a volver.
El creciente remordimiento empezaba a surgir de forma acelerada en su interior, apartando la vista de la pulsera que aún permanecía atada a su mano derecha, indicando en ella tanto su nombre como el número de habitación en la que hace poco más de una hora había escapado mientras Marck caía preso del agotamiento. Ahora estaba en un límite crítico y retornar para recibir el debido tratamiento médico ni siquiera era una alternativa viable que estuviera en sus posibilidades.
Era tan difícil. Tan doloroso que sentía que su cuerpo se desmembraba con el más leve de los roces. Sobrellevó lo mejor que pudo los escalofríos y la afiebrada sensación que lo envolvía entre sudores y ropas adheridas. Apartó en el fondo de su mente los tristes despejos de lágrimas, el enorme malestar y los inminentes deseos de simplemente desfallecer, diciéndose infinidad de veces lo importante que era resistir un poco más, solo un poco más.
Miró al taxista con sincero agradecimiento, figurando una falsa sonrisa que, si bien no calmó la intranquilidad del hombre, fue suficiente para que él comprendiera que no habría algún cambio en su decisión. Le dio los pocos dólares que había hurtado de la cartera de Marck para pagar la cuota de transporte, despidiéndose del hombre para así enfrentar al monstruo que se ocultaba dentro de las majestuosas paredes de aquel falso castillo que, sin importar la cantidad de años transcurridos, jamás le fue posible llamar hogar.
Se adentró en esos solitarios pasillos experimentando las mismas amargas emociones que florecieran en él desde el día en que fue arrastrado a ese lugar, bastando cerrar sus ojos para convertirse de nueva cuenta en aquel niño asustadizo que creía haber encontrado no sólo un padre, sino también una familia que lo amaría. Sonrió sintiéndose roto. Había sido tan estúpido por creer que obtendría algo tan inalcanzable, tan ingenuo por soñar con lo que sólo su querida madre pudo ofrecerle.
El vibrante sonido de los cristales guío su atención hacia el piso superior, no demorando en llegar hasta la puerta que daba acceso a la elaborada terraza de la casa. El penetrante aroma del licor flotaba en el aire como una densa capa que entorpecía sus sentidos, contemplando la lastimera figura de Jack postrada en el centro del gran espacio. Se encaminó hasta el hombre que emanaba miseria e infelicidad, admitiendo hacía sí mismo, lo difícil que le resultaba tolerar los contradictorios sentimientos que su antecesor generaba en él.
El frágil destello de los vidrios esparcidos en diferentes trayectorias centelleaba con cierta armonía, aumentando consigo la penosa escena del hombre que siempre se creyó imbatible y todopoderoso. Un cuerpo encorvado, derrumbado entre recipientes y restos de documentación incinerada con contenido desconocido. Prendas sucias que despedían el desagradable aroma de su embriaguez y las notorias huellas de su falta de aseo personal acentuaban el rastrojo de su crecida barba.
—Tus ojos... —dijo Jack con la voz áspera producto del alcohol. Presionó el cuello de la botella que sostenía en el regazo, dándole un largo trago antes de lanzarla a un punto muerto—. Tienes los ojos de ella—pronunció sin siquiera alejar la vista de Jason, rechazando con desdén del cálido toque de las gotas que caían como muestra del dolor que le inducía tener a su hijo cerca. Soltó una inestable carcajada, haciendo que el llanto tomara mayor impulso dejándolo ver fuera de control—. Tienes los ojos de Elizabeth, pero finalmente tienes mi mirada.
Fueron las palabras que salieron a tropezones de la boca de Jack cuando sin percatarse ya estaba frente a la persona que le había arrebatado no sólo a su madre, sino también a Hana. Ese hombre cruel que entre sus venas tenía su sangre, había apagado con sus propias manos la luz de los seres que más había amado.
—Te lo dije, yo jamás seré como tú.
—Eso quieres creer, sin embargo, lamento decirte que estás equivocado —explicó el mayor de los Brown.
Sus dedos se movieron por inercia entre los escombros hasta alcanzar una vieja fotografía arrumbada entre los demás documentos, descubriendo en ella a un Jack mucho más joven, uno radiante que posaba para el lente de la cámara mientras sostenía con vanaglorioso orgullo el diminuto cuerpo de su segundo hijo. Esa había sido la primera y última vez que tuvo la oportunidad de retener consigo aquella preciada carga, viéndose irremediablemente forzado a decirle adiós tras haberlo visto nacer. Analizó con esmero esos ojos castaños que aún ahora le infundían una asfixiante culpa agravada por los años, reconociéndose en ellos y en cada una de sus facciones.
—Tienes la misma mirada de odio que yo le dirigí a mi padre cuando me obligó abandonar a Elizabeth y a ti —confesó Jack con el rostro descompuesto, reconociendo el rencor que se dibujaba en lo hondo de las pupilas de Jason, después de todo, su progenitor también había actuado de igual manera en contra suya, terminando de mancillar la poca humanidad que mantenía intacta. Toda su bondad se había desvanecido hace mucho tiempo junto a la familia que no tuvo el coraje de proteger.
—¡Deja de autocompadecerte, maldita sea! —señaló sin rodeos el menor de ellos—. El peso de tus errores es solo tuyo, de nadie más. Dejarnos atrás fue tu decisión, así como lo fue también ser el causante de la muerte de mi madre y hacer pedazos la vida de Hana —presionó con furia el mentón de la cara contraria para que sus argumentos recibieran el impacto deseado, negándose a caer en el oscuro remolino que se empezaba a generar en el interior de su alma.