5 Razones para No dejarte ir

2. Capítulo. El amor tiene un precio

Pov. Gabriel

La visita de mi padre a Nueva York siempre era un acontecimiento. Edmund Huntington no viajaba para trivialidades; cada uno de sus movimientos estaba calculado como las piezas de un tablero de ajedrez. Cuando me llamó para anunciarme su llegada, pensé ingenuamente que venía a ver el progreso de la empresa. Los números hablaban por sí solos: habíamos aumentado la rentabilidad un 40% en el último trimestre.

Lo que no anticipé fue su verdadero motivo.

Le organicé una cena en mi penthouse para presentarle formalmente a Colette. Llevábamos seis meses juntos y, aunque él sabía de su existencia, nunca habían coincidido. Recuerdo que esa noche Colette se esmeró particularmente en su arreglo. Llevaba un vestido Givenchy que le había regalado en nuestro cuarto mes juntos, joyas discretas pero elegantes, y ese perfume francés que me volvía loco.

—Relájate, mon amour —me susurró mientras nos preparábamos—. Tu padre me adorará.

Pero desde el momento en que Edmund entró al apartamento, supe que algo andaba mal. Su mirada se endureció al ver a Colette. Le dedicó una sonrisa protocolaria, esa que reservaba para los competidores en las juntas directivas. Durante toda la cena, la analizó con ojos de halcón, escrutando cada gesto, cada comentario.

Colette, por su parte, desplegó todo su encanto. Habló de su familia en Provence (esa familia de la que raramente mencionaba algo), de sus supuestos estudios en La Sorbona, de sus conexiones en el mundo de la moda. Con cada palabra, yo me hinchaba de orgullo. Con cada palabra, la expresión de mi padre se tornaba más sombría.

Al terminar el postre, Edmund carraspeó.

—Gabriel, necesito hablar contigo en privado. Asuntos de la empresa.

El despacho de mi penthouse era mi santuario. Allí había cerrado los tratos más importantes de mi carrera. Esa noche, sin embargo, se convirtió en el escenario de la peor discusión con mi padre.

—Esa mujer es una cazafortunas —soltó sin preámbulos apenas cerré la puerta—. No puedo creer que no lo veas.

Sentí que la sangre me hervía. —No permitiré que hables así de ella.

—Por Dios, Gabriel, ¿eres ciego? He conocido a docenas como ella en mi vida. Huelen el dinero a kilómetros de distancia.

—Colette me ama —respondí, apretando los puños—. No tiene nada que ver con el dinero.

Mi padre soltó una risa amarga. —¿Te ha contado sobre su familia? ¿Has conocido a alguno de sus amigos de París? ¿Te has preguntado por qué alguien con su supuesto currículum necesitaba mudarse contigo después de apenas un mes?

No contesté. No porque no tuviera respuestas, sino porque no quería darle el gusto de ver que había sembrado la duda.

—He hecho averiguaciones —continuó mi padre—. Tu preciosa modelo no es quien dice ser. Ni siquiera era conocida en París. Vivía de pequeños trabajos, cambiando de apartamento constantemente. Y tiene un historial interesante con hombres adinerados.

—¡Basta! —exploté—. No tienes derecho a investigarla. Lo que haya sido su pasado no me importa. La amo y voy a casarme con ella.

Mi padre palideció. —¿Casarte? ¿Has perdido completamente la cabeza?

—Ya le he propuesto matrimonio —mentí. En realidad, lo había estado pensando, pero las palabras salieron de mi boca como un desafío—. Y ha aceptado.

Edmund Huntington me miró como si fuera un extraño. Luego, con una calma que resultaba más aterradora que cualquier grito, pronunció las palabras que cambiarían todo:

—Si te casas con esa mujer, puedes olvidarte de Huntington Electrical Solution. Le entregaré la presidencia a Benedict. No permitiré que todo lo que he construido con sudor y sangre durante décadas acabe en manos de una oportunista.

—¿Me estás amenazando? —pregunté, incrédulo.

—Te estoy protegiendo de ti mismo y a mi patrimonio —respondió—. Algún día me lo agradecerás.

Lo que siguió fue una discusión a gritos que debió escucharse en todo el edificio. Le recriminé por no confiar en mi juicio, por tratarme como a un niño, por no respetar mis decisiones. Él me acusó de estar cegado, de tirar por la borda mi futuro, de deshonrar el apellido Huntington.

—¡Quédate con tu maldita empresa! —grité finalmente—. ¡No necesito tu dinero ni tu apellido para ser feliz con Colette!

Edmund recogió su abrigo en silencio. Antes de salir, me miró con una mezcla de decepción y tristeza.

—Cuando abras los ojos, Gabriel, espero que no sea demasiado tarde.

Esa noche, cuando regresé a la sala, encontré a Colette hecha un ovillo en el sofá, con lágrimas corriendo por sus mejillas perfectas.

—Lo siento tanto, mon chéri —sollozó—. No quería escuchar, pero los gritos… Tu padre me odia, ¿verdad?

La abracé con fuerza, como si pudiera protegerla de todo y de todos.

—No importa lo que él piense. Solo importamos tú y yo.

—Pero la empresa… tu futuro… —murmuró contra mi pecho—. No puedo ser la razón por la que pierdas todo eso.

—No me importa el dinero, ni la presidencia —le aseguré, besando su frente—. Lo único que quiero es estar contigo. Te amo, Colette. Nos casaremos, con o sin la bendición de Edmund Huntington.

Ella me miró con esos ojos azules que me habían hipnotizado desde el primer día. Ahora veo que debí notar el cálculo detrás de su aparente vulnerabilidad. Debí percibir cómo su expresión cambió sutilmente cuando mencioné que podría perder mi fortuna. Debí sentir cómo su abrazo se tensó ante la perspectiva de un futuro sin los lujos a los que la había acostumbrado.

Pero estaba ciego. Ciego por un amor que creía correspondido. Ciego ante la evidencia de que, mientras yo estaba dispuesto a renunciar a todo por ella, Colette solo estaba interesada en lo que podía obtener de mí.

Esa noche, mientras ella dormía a mi lado, yo planeaba nuestro futuro juntos, ignorando que ella ya estaba calculando su próximo movimiento si yo dejaba de ser útil para sus ambiciones.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.