Pov. Gabriel
Los días posteriores a la visita de mi padre fueron tensos. Cada llamada desde Londres parecía traer peores noticias: los abogados de la familia ya estaban preparando la transferencia de poder a Benedict, mi cuenta en el banco familiar había sido congelada “temporalmente” y, según Charles, nuestro padre había actualizado su testamento.
No me importaba. O eso me decía a mí mismo cada mañana frente al espejo mientras me arreglaba la corbata. Tenía suficiente dinero ahorrado en mi cuenta personal, contactos en la industria, la capacidad para empezar de cero si fuera necesario. Todo lo podía soportar, excepto perder a Colette.
Sin embargo, algo había cambiado en ella. Sus besos parecían mecánicos, sus “te amo” sonaban ensayados. Cuando le mencionaba el tema de mi padre y la presidencia, una sombra cruzaba su rostro.
—Tu padre te perdonará, mon amour —insistía, acariciando mi mejilla—. Solo necesita tiempo para aceptarme.
No era una pregunta, era una afirmación. Como si su lugar en la familia Huntington fuera un derecho adquirido, no una posibilidad en duda.
Ese miércoles decidí regresar temprano al penthouse. Había tomado una decisión: viajaría a Londres para enfrentar a mi padre, para presentarle mis condiciones. Si quería que continuara el legado Huntington, tendría que aceptar a la mujer que amaba. Planeaba sorprender a Colette con la noticia y, quizás, con ese costoso anillo de esmeraldas que había comprado semanas atrás y guardaba en mi caja fuerte.
El apartamento estaba silencioso cuando entré, excepto por el murmullo de una voz que venía desde nuestra habitación. La puerta estaba entreabierta, y me acerqué silenciosamente, pensando en sorprenderla.
Fue entonces cuando la escuché. Su voz, esa voz que me había susurrado palabras de amor durante meses, ahora destilaba un veneno que me paralizó.
—…ya te dije que lo dejaré pronto. Su padre va a quitarle la presidencia. ¿Para qué quiero estar con un pobretón? —Colette reía, una risa fría que nunca le había oído—. Gabriel es un idiota. Cree que lo amo. ¡Por favor! Ni siquiera me gusta cómo folla. Es tan… sentimental. Todo el tiempo diciéndome que me ama, que soy su vida. Me da náuseas.
Me quedé petrificado, con la mano en el pomo de la puerta, incapaz de respirar.
—Sí, volveré a París la próxima semana. O quizás a Milán, aún no lo decido. Hay un empresario italiano que conocí en la última gala, parece prometedor. Aunque tal vez debería esperar… Gabriel eventualmente heredará todo. Su padre no vivirá para siempre, ¿no? —Su risa volvió a sonar, esta vez con un tinte calculador—. Podría regresar en unos años, cuando ya tenga el dinero asegurado.
Mi mundo se desmoronaba con cada palabra que salía de su boca. Seis meses de recuerdos se transformaban en mentiras ante mis ojos.
—Te extraño tanto, Jacques… —continuó, su voz transformándose en un ronroneo sensual—. Nadie me satisface como tú. Necesito sentirte otra vez, sin todas esas mierdas románticas que Gabriel insiste en hacer.
Sentí náuseas. El suelo parecía moverse bajo mis pies.
—En el lugar de siempre, en veinte minutos. Llevaré ese conjunto de encaje negro que tanto te gusta desgarrar… Sí, el mismo que Gabriel me regaló por nuestro aniversario. —Otra risa, esta vez cruel—. Qué poético, ¿no crees?
No sé cuánto tiempo permanecí allí, escuchando cómo demolía no solo nuestro amor, sino mi dignidad. Cuando finalmente colgó, me moví automáticamente a las sombras del pasillo.
Minutos después, la vi emerger de la habitación. Se había cambiado el vestido casual por uno más provocativo, su maquillaje retocado, un bolso pequeño en su mano. Se miraba en el espejo del recibidor, sonriendo con satisfacción, completamente ajena a que yo la observaba mientras aplicaba ese labial rojo que tanto me gustaba besar.
Una lágrima traicionera rodó por mi mejilla, secándola con rabia. En mi pecho, un dolor físico tan intenso que pensé que podría estar sufriendo un infarto. No era posible que el amor pudiera transformarse en odio tan rápidamente, y sin embargo, ahí estaba, consumiéndome.
Mi padre tenía razón. Charles tenía razón. Todos habían visto lo que yo me negué a aceptar: Colette no era más que una oportunista, una actriz magistral que había interpretado el papel de mujer enamorada a la perfección.
La vi salir del apartamento, cerrar la puerta, sin saber que acababa de cerrar también un capítulo de mi vida.
Me quedé solo, de pie en medio de la sala que habíamos decorado juntos, rodeado de fotografías de una felicidad que nunca existió. Sentía que me ahogaba. El anillo de esmeraldas pesaba en mi bolsillo como una broma cruel del destino.
Esa noche, mientras Colette se entregaba a su amante, yo tomé la decisión que marcaría el resto de mi vida: nunca más permitiría que alguien me hiciera vulnerable. Nunca más confiaría en una sonrisa cálida o en palabras de amor. Nunca más entregaría mi corazón.
Cuando ella regresó, horas después, con el cabello revuelto y oliendo a otro hombre, fingí dormir. Necesitaba tiempo para ejecutar mi plan.
Porque Gabriel Huntington podía ser muchas cosas, pero nunca sería la víctima de nadie dos veces. Y Colette Dubois estaba a punto de descubrir que había subestimado gravemente al hombre cuyo corazón acababa de destrozar.