Tres días. Me concedí tres días para confirmar lo que ya sabía, para clavar el puñal más profundo en mi propio pecho. Quizás era masoquismo, quizás necesitaba convertir el dolor en odio para poder sobrevivir.
El primer día fue el más difícil. La seguí discretamente cuando salió del penthouse, “para reunirse con su agente”, según me había dicho. Mi chofer mantuvo la distancia mientras yo observaba desde la ventana polarizada de mi Porsche Panamera. La vi entrar al Hotel Plaza, con su andar elegante y esa sonrisa que creí me pertenecía. Veinte minutos después, un hombre canoso con traje italiano de corte impecable llegó. Bajé del auto, entre al hotel detrás del hombre. Pregunté al conserje, deslizando un billete de cien dólares. La suite 1408 estaba reservada a nombre del señor Richard Beaumont, magnate petrolero francés.
Esperé tres horas. Cuando salió, su cabello estaba ligeramente desordenado y su labial desvanecido. El señor Beaumont la acompañó hasta la puerta, donde la besó largamente. Luego le entregó un sobre que ella guardó en su bolso con una sonrisa complacida.
Mi Colette. Mi diosa francesa. Mi amor. Una prostituta de lujo con un cliente fijo.
Esa noche, cuando regresó al penthouse, me besó con los mismos labios que habían besado a Beaumont. Me contó sobre su “exitosa reunión” y cómo su carrera comenzaba a despegar nuevamente. Le sonreí, le serví vino. Todo mientras moría por dentro.
El segundo día decidí golpear donde sabía que le dolería. Colette amaba el dinero más que a nada en el mundo. Más que a mí, sin duda.
La observé desde lejos mientras arrasaba con Chanel, Louis Vuitton, Prada. Bolsos, zapatos, lencería… todo pagado con mi tarjeta negra sin límite, esa que le había entregado como símbolo de confianza absoluta. Por la tarde, mientras ella estaba en el spa, hice una llamada a mi banco. Con un simple “bloquéela” sentí una pequeña victoria, un anticipo de lo que vendría.
El tercer día fue el elegido para mi gran acto final. La seguí hasta Le Bernardin, uno de los restaurantes más exclusivos de Manhattan. Ahí estaba, sentada frente a un hombre joven y atractivo que no era Beaumont. Su cómplice, supuse. El hombre con quien había hablado aquella tarde fatídica. Jacques.
Me senté varias mesas más allá, en un rincón discreto pero con perfecta visibilidad. Pedí una botella de Dom Pérignon, el mismo champagne que habíamos bebido la noche que le dije que la amaba por primera vez. Irónico.
Los observé reír, conspirar, acariciarse las manos sobre la mesa. Los vi besarse sin el menor pudor. Escuché fragmentos de su conversación: “…el idiota no sospecha nada…”, “…cuando termine con él…”, “…el siguiente objetivo es un jeque que conocí…”.
Cada palabra era un clavo en el ataúd de lo que alguna vez sentí por ella. Cada risa con aquel hombre me liberaba un poco más del hechizo de Colette Dubois.
Finalmente, llegó el momento. Pidieron la cuenta, y vi cómo Colette sacaba con gesto y descarado altivo mi tarjeta negra. El camarero se alejó, para regresar minutos después con expresión incómoda.
—Lo siento, señorita, pero esta tarjeta ha sido bloqueada.
Vi cómo la sonrisa se congelaba en su rostro. Cómo sus ojos se abrían en pánico. Cómo buscaba frenéticamente en su bolso, encontrando solo tarjetas de crédito adicionales con mi nombre.
Sacó su teléfono y marcó mi número. En mi bolsillo, el iPhone vibró. Dudé un segundo antes de contestar, saboreando el momento.
—¿Gabriel? —su voz sonaba dulce, preocupada—. Cariño, estoy almorzando con una amiga y hay un problema con la tarjeta. Me dicen que está bloqueada. Me están haciendo pasar una vergüenza terrible. ¿Podrías llamar al banco?
La mano que sostenía mi copa de champagne temblaba ligeramente. Seis meses de mentiras condensados en una llamada telefónica.
—¿Por qué no le pides a tu amante que pague la cuenta, maldita descarada?
El silencio al otro lado de la línea fue absoluto. Vi cómo su rostro perdía color, cómo sus ojos recorrían frenéticamente el restaurante hasta encontrarme. Levanté mi copa en un brindis silencioso, sosteniendo su mirada.
—Gabriel… —susurró, con el terror pintado en su rostro—. Puedo explicarlo…
—Estoy seguro que puedes —respondí con una calma que no sentía—. Eres una excelente actriz, después de todo. Pero tu función ha terminado, querida.
Colgué. Me levanté lentamente, dejando un billete de cien dólares junto a mi copa apenas tocada. Mientras caminaba hacia la salida, pasé junto a su mesa. Jacques, el amante, me miraba con una mezcla de sorpresa y temor.
—Gabriel, por favor —Colette se levantó, intentando tomarme del brazo—. No es lo que parece. Te amo, de verdad te amo.
Me detuve, la miré fijamente. Por un instante, vi a la mujer de la que me había enamorado. Luego la ilusión se desvaneció, dejando solo a una extraña con el rostro de mi amada.
—Tus cosas estarán en la recepción del edificio —dije en voz baja—. Si intentas entrar al penthouse, seguridad te detendrá. Si intentas contactarme de nuevo, mis abogados se comunicarán contigo. Y créeme, Colette, no quieres que eso suceda. No te vuelvas a cruzar en mi camino o lo lamentarás.
—No puedes hacerme esto —su tono cambió de súplica a amenaza—. ¿Crees que no sé cosas sobre ti, sobre tu empresa? Puedo arruinarte, Gabriel.
Sonreí, aunque por dentro sentía que me desangraba.
—Inténtalo. Por favor, solo, inténtalo.
La dejé allí, humillada, expuesta. Caminé por las calles de Manhattan sin rumbo, con un vacío en el pecho que parecía no tener fondo. Mi corazón estaba destrozado, hecho añicos por una mujer que había interpretado el papel de mi alma gemela solo para acceder a mi fortuna.
Esa tarde, mientras vaciaba el armario de Colette y veía cómo el personal de servicio empacaba sus pertenencias, me juré a mí mismo que nunca más sería vulnerable. Nunca más confiaría en una mujer. Nunca más permitiría que el amor nublara mi juicio. Pero antes de eso, lloré, lloré como nunca jamás lo había hecho. Nadie podia imaginar el dolor que desgarraba mi pecho.