OCHO AÑOS DESPUÉS
Detroit Michigan
Pov. Lyxirea
Dicen que la vida puede cambiar en un instante. Para mí, cambió cuando el monitor cardíaco de mi abuela emitió ese pitido prolongado que significaba el fin. Cuatro meses han pasado desde entonces, y siento que he vivido una década en este tiempo.
La abuela Margaret era mi ancla, mi brújula moral, la única familia verdadera que me quedaba después de que mi madre falleciera al darme a luz. Ella me enseñó a ser fuerte, a nunca bajar la cabeza ante la adversidad, a mantener mi dignidad intacta sin importar las circunstancias. “Una Morgan nunca se rinde”, solía decirme mientras trenzaba mi cabello rebelde frente al espejo.
No me rendí cuando murió. No me rendí cuando, una semana después del funeral, encontré a mi novio de tres años, Derek, en nuestra cama con Vanessa, mi supuesta mejor amiga desde la universidad.
“¡Estás loca! Entre Vanessa y yo no hay nada”, me había dicho mil veces cuando le cuestionaba sus mensajes a altas horas de la noche, sus “reuniones de trabajo” que siempre coincidían con los días en que Vanessa “tenía compromisos”. Me hizo dudar de mi cordura, de mi intuición. Me convenció de que mis sospechas eran producto del estrés por la enfermedad de mi abuela.
Aquella tarde, al verlos entrelazados en las sábanas que yo misma había lavado esa mañana, no hubo gritos ni lágrimas. Solo una extraña calma, como si una parte de mí ya lo supiera, como si solo estuviera confirmando algo inevitable.
—Lyxirea, puedo explicarlo —balbuceó Derek, tropezando con las sábanas.
—No hay nada que explicar —respondí, sorprendida por la firmeza de mi voz—. Tienes media hora para recoger tus cosas y largarte de mi apartamento.
Vanessa ni siquiera tuvo la decencia de mirarme a los ojos.
Esa misma noche dormí sola en mi apartamento por primera vez en tres años, rodeada de cajas vacías donde Derek había empacado apresuradamente su vida. No lloré. Estaba demasiado entumecida para sentir algo tan normal como el dolor.
El verdadero infierno comenzó en el trabajo. Sunrise Tech Solutions era una empresa respetable en Detroit, y mi puesto como asistente ejecutiva de Raymond Fleming, el vicepresidente de operaciones, era envidiable. Buen salario, prestaciones excelentes, horario relativamente flexible. Lo único problemático era el propio Fleming.
Al principio fueron comentarios casuales sobre mi ropa, luego “cumplidos” cada vez más inapropiados, invitaciones a cenar que rechacé educadamente. Todo empeoró cuando se enteró de mi ruptura con Derek.
—Una mujer como tú no debería estar sola —me dijo un día, cerrando la puerta de su oficina tras de mí cuando le llevé unos documentos para firmar—. Podría cuidar muy bien de ti, Lyxirea. Muy, muy bien.
Su mano en mi cintura, descendiendo lentamente. El asco subiendo por mi garganta.
—Señor Fleming, aprecio su interés, pero preferiría mantener nuestra relación estrictamente profesional —respondí, apartándome con toda la diplomacia que pude reunir.
No tomó bien el rechazo. Durante las siguientes semanas, mi carga de trabajo se triplicó. Los errores inexistentes en mis informes se multiplicaron. Las críticas se volvieron rutinarias. Pero aguanté. Necesitaba ese trabajo, necesitaba pagar el préstamo estudiantil y las facturas médicas de mi abuela que el seguro no había cubierto.
Hasta aquel martes. El día que lo cambió todo.
Fleming me pidió que me quedara después de horas para “discutir mi desempeño”. El edificio estaba prácticamente vacío. Solo quedaban un par de guardias de seguridad en la planta baja y el personal de limpieza en los pisos superiores.
—Cierra la puerta —ordenó cuando entré a su oficina.
Debí haberme ido en ese momento. Debí haber presentado mi renuncia semanas antes. Pero la necesidad económica y quizás un exceso de confianza en mis habilidades para manejar la situación me hicieron cerrar esa puerta.
—Tu evaluación de desempeño no ha sido satisfactoria —comenzó, sirviéndose un whisky sin ofrecerme uno—. Pero estoy dispuesto a reconsiderar mi posición si tú… reconsideras la tuya.
Se acercó, acorralándome contra la pared. Su aliento a alcohol y menta me revolvió el estómago.
—Señor Fleming, esto es totalmente inapropiado —dije, intentando mantener la calma mientras buscaba una vía de escape.
—Vamos, Lyxirea. Ambos sabemos que esto es lo que has estado buscando —murmuró, antes de lanzarse sobre mí.
Sus manos eran como garras, arrancando botones de mi blusa. Su boca, invasiva y repugnante sobre la mía. El pánico me paralizó por un instante, pero la voz de mi abuela resonó en mi cabeza: “Una Morgan nunca se rinde”.
No sé de dónde saqué la fuerza. Quizás fue adrenalina pura, quizás el instinto de supervivencia. Mi rodilla se elevó con toda la potencia que pude reunir, conectando directamente con su entrepierna. Fleming se dobló de dolor, maldiciendo entre dientes. No esperé a ver más. Agarré mi bolso y corrí.
La denuncia fue presentada esa misma noche. La oficial de policía, una mujer de mediana edad con ojos comprensivos, tomó mi declaración con profesionalismo. Me aseguró que se investigaría a fondo.
Dos días después, recibí una llamada: caso cerrado por falta de evidencias.
—Entienda, señorita Morgan —explicó el detective con tono condescendiente—. Es su palabra contra la de él. El señor Fleming es un ciudadano respetable sin antecedentes. Las cámaras de seguridad del pasillo no muestran nada sospechoso. Y sus compañeros de trabajo afirman que usted ha estado… emocionalmente inestable desde la muerte de su familiar.
Supe entonces que Fleming había comprado su silencio. Que el sistema estaba diseñado para proteger a hombres como él.
Las cosas empeoraron rápidamente. Mi auto apareció con las llantas rajadas. Comencé a recibir llamadas a media noche desde números desconocidos. Una mañana encontré una nota en mi puerta: “Nadie te creerá”.