Pov. Lyxirea
El vuelo Detroit-Nueva York dura apenas una hora y media, pero para mí fue como cruzar un océano entero, como dejar atrás un continente de pesadillas para llegar a tierra desconocida. Veia las luces de Manhattan a través de la ventanilla mientras el avión descendía, constelaciones artificiales que prometían nuevos comienzos.
La terminal estaba abarrotada, incluso a las 9:40 de la noche. Arrastré mis dos maletas —toda mi vida reducida a 23 kilos por pieza— entre la multitud, escaneando rostros desconocidos en busca de uno familiar.
Y entonces la vi. Carla Williams, con su inconfundible melena rizada ahora teñida de un castaño rojizo, agitando ambos brazos como si estuviera dirigiendo un avión hacia la pista. A su lado, un hombre alto y de complexión atlética sonreía divertido ante su entusiasmo.
—¡Lyxirea Morgan! —gritó, ignorando las miradas curiosas de los transeúntes.
Diez años. Diez años desde que nos habíamos visto por última vez, cuando ella empacó sus cosas en su viejo Honda para perseguir sus sueños en la Gran Manzana. Habíamos sido inseparables desde los cinco años, y ahora, a los treinta, nos reencontrábamos como adultas con cicatrices que no teníamos entonces.
Solté las maletas y corrí hacia ella. Nos fundimos en un abrazo que derribó todas las barreras del tiempo y la distancia.
—Dios mío, Lyx, estás tan delgada —murmuró contra mi cabello.
—Y tú sigues siendo igual de escandalosa —respondí, con la voz entrecortada por las lágrimas que me negaba a derramar en público.
Nos separamos después de lo que pareció una eternidad. Carla señaló al hombre que la acompañaba.
—Este es Marcus, mi novio. Marcus, esta es Lyxirea, mi hermana de otra madre.
Marcus me ofreció una sonrisa cálida y tomó mis maletas como si no pesaran nada.
—He oído tanto sobre ti que siento que ya te conozco —dijo con amabilidad y una sonrisa sincera en su rostro.
—Oh, no sabía que yo era famosa en Nueva York –bromeé y el río.
El viaje desde el aeropuerto JFK hasta el apartamento de Carla en Brooklyn fue un torbellino de conversaciones entrecortadas. Ella me señalaba edificios y lugares emblemáticos a través de la ventanilla del auto de su novio, mientras yo absorbía cada detalle con asombro y ansiedad. Nueva York era abrumadora, vibrante, un monstruo hermoso de concreto y cristal que no se parecía en nada a Detroit.
—Mi apartamento no es lujoso —advirtió Carla mientras subíamos las escaleras de un edificio de ladrillo rojizo en Williamsburg—, pero tiene encanto y, lo más importante, está cerca del metro.
Encanto era la palabra perfecta. El espacio era pequeño pero acogedor, con paredes cubiertas de fotografías y arte, muebles eclécticos que reflejaban la personalidad colorida de Carla, y ventanas que daban a una escalera de incendios donde había colocado macetas con hierbas aromáticas.
—Hogar dulce hogar —anunció, dejando caer sus llaves en un cuenco junto a la puerta—. Tu habitación es esa de allí. Era de Jasmine, pero se mudó con su prometido hace dos semanas. Timing perfecto, ¿eh?
Marcus se quedó a cenar. Pedimos comida tailandesa y hablamos de trivialidades: su trabajo como profesor de la universidad de leyes, vaya un hombre interesante y culto, ya hasta me daba vergüenza hablar frente a él, el ascenso reciente de Carla en la agencia de publicidad donde trabajaba, las últimas películas que habíamos visto. Temas seguros, ligeros, que nos permitían eludir temporalmente la verdadera razón de mi presencia allí.
Cerca de la medianoche, Marcus se despidió con un beso a Carla y un abrazo para mí.
—Bienvenida a Nueva York, Lyxirea. Si necesitas un guía turístico con descuento, cuenta conmigo —dijo sonriendo antes de irse.
En cuanto la puerta se cerró tras él, Carla sacó una botella de vino tinto y dos copas.
—Ahora sí, cuéntamelo todo. Y no te atrevas a censurar nada.
Nos acomodamos en el sofá, con las piernas cruzadas como cuando éramos adolescentes compartiendo secretos en su habitación. Le conté los detalles que había omitido por teléfono: la humillación de encontrar a Derek y Vanessa juntos, las palabras exactas que Fleming susurró mientras intentaba desabrochar mi blusa, el terror de escuchar pasos tras de mí cuando caminaba sola por la noche.
Carla escuchaba, su expresión alternando entre la furia y la compasión.
—Debería conducir hasta Detroit solo para patear el trasero de ese bastardo —dijo cuando terminé mi relato—. Y lo de Derek… siempre supe que ese tipo no te merecía. Recuerdo cuando me enviaste su foto y pensé: “Este tiene cara de infiel”.
—Nunca me lo dijiste —señalé, tomando un sorbo de vino.
—¿Me habrías escuchado? Estabas tan enamorada que prácticamente flotabas.
Tenía razón, por supuesto. El amor, o lo que creemos que es amor, nos vuelve ciegos y sordos ante las señales de advertencia más evidentes.
—Lo importante es que ahora estás aquí —continuó, rellenando nuestras copas—. Nueva York es el lugar perfecto para reinventarse. Nadie conoce tu pasado, nadie te juzga por nada más que por quién decides ser hoy.
—Necesito encontrar trabajo —dije, incapaz de relajarme completamente—. No puedo quedarme aquí indefinidamente, viviendo a costa tuya.
Carla puso los ojos en blanco.
—Por Dios, Lyx, acabas de llegar. Tómate unos días para conocer la ciudad, aclimatarte, respirar un poco. El trabajo puede esperar una semana.
—Mi cuenta bancaria no está de acuerdo —insistí—. Y sabes que odio depender de otros.
—Lo que sé es que eres una adicta al control y al trabajo —rió, dándome un suave empujón con el hombro—. Algunas cosas nunca cambian. Recuerdo cuando obligabas a todo el grupo de estudio a reunirse los sábados por la mañana porque “las neuronas funcionan mejor después de un buen descanso nocturno”.
Me encontré sonriendo, un gesto que se sentía extraño después de tantos meses de tensión constante.