Pov. Gabriel
Si existe algo que detesto más que la incompetencia, es la pérdida de tiempo. Y este día había sido precisamente eso: una completa y absoluta pérdida de mi valioso tiempo.
Comenzó con una videoconferencia a las 5:30 a.m. con nuestros socios en Tokio. Tres horas de discusiones que podrían haberse resuelto en treinta minutos si alguien además de mí hubiera hecho su trabajo correctamente. Mi equipo de desarrollo había presentado proyecciones financieras que un niño de primaria habría calculado mejor.
A las 8:45 a.m., me dirigía a la oficina en mi Aston Martin, el único placer que me permití ese día: sentir la potencia de los 700 caballos de fuerza bajo mi control. Manhattan despertaba a mi alrededor, con su caótico ballet de taxis amarillos y peatones apresurados. La ciudad que nunca duerme, tan implacable como yo.
El semáforo cambió a amarillo en la intersección de la Quinta Avenida. Aceleré ligeramente, calculando el tiempo con precisión, cuando una figura apareció de la nada, lanzándose a la calle como si tuviera un deseo de muerte. Frené en seco, los neumáticos protestando contra el asfalto.
A escasos centímetros del parachoques, una mujer me miraba con ojos desorbitados, como un ciervo deslumbrado por los faros. Un segundo más, una fracción de segundo de distracción por mi parte, y habría tenido un desastre legal en mis manos.
Bajé la ventanilla, la irritación burbujeando en mi pecho.
—¿Está ciega o simplemente es suicida? —pregunté, observándola con más atención.
No era lo que esperaba. En lugar de disculparse o alejarse intimidada, la mujer se transformó ante mis ojos. Su expresión de sorpresa dio paso a una indignación que parecía desproporcionada para alguien que acababa de cometer una imprudencia que podría haberle costado la vida.
—¡El semáforo estaba en rojo! —exclamó, señalando con un dedo acusador.
Miré por reflejo. El semáforo ahora mostraba luz verde. Pero yo sabía con certeza que había cambiado a amarillo cuando ella decidió cruzar sin mirar a ambos lados, absorta en sus papeles.
—Estaba en amarillo cuando usted decidió lanzarse a la calle sin mirar —respondí, manteniendo mi voz deliberadamente controlada—. ¿Acaso en Detroit no les enseñan a cruzar correctamente?
Su expresión de sorpresa me confirmó que había acertado. Una ráfaga de viento había llevado uno de sus papeles hacia mi ventanilla: un currículum. Lugar de residencia: Detroit, Michigan.
—Lo que no nos enseñan en Detroit es a conducir como si la ciudad nos perteneciera —replicó, recogiendo sus documentos con movimientos bruscos—. Quizás debería considerar el transporte público, señor. Haría un favor al medio ambiente y a los peatones.
Su descaro me dejó momentáneamente sin palabras. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me habló así? ¿Cinco años? ¿Diez? Mis empleados temblaban ante una simple mirada mía. Mis competidores medían cuidadosamente cada palabra. Incluso Charles, mi propio hermano mayor, pensaba dos veces antes de contradecirme abiertamente.
Y aquí estaba esta desconocida, desafiándome como si fuéramos iguales.
Antes de que pudiera responder, algo increíble ocurrió. La mujer, en un arrebato de furia infantil, pateó la puerta de mi Aston Martin. Mi Aston Martin Valkyrie, una pieza de ingeniería automotriz valorada en más de tres millones de dólares.
—¡¿Qué demonios cree que está haciendo?! —La indignación me hizo salir del vehículo sin pensarlo.
Me erguí en toda mi estatura, una táctica intimidatoria que había perfeccionado a lo largo de los años en las salas de juntas. Ella era considerablemente más baja, pero se mantuvo firme, alzando la barbilla en un gesto de desafío que encontré simultáneamente irritante y… intrigante.
—Dándole las gracias por casi convertirme en una estadística de accidentes —respondió con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Está loca —murmuré, examinando mi auto. Por suerte, no había daños visibles, pero el principio era lo que importaba—. Completamente desquiciada.
—Y usted tiene suerte de que no lo demande por imprudencia al volante —contraatacó.
¿Demandarme? ¿A mí? La idea era tan absurda que casi me hizo reír. Mi equipo legal devoraría a cualquier abogado que se atreviera a presentar semejante caso. Pero algo en la determinación de su mirada me hizo contener la respuesta mordaz que tenía en la punta de la lengua.
Había algo en ella, algo que no podía definir exactamente. Una especie de fuego interior que hacía tiempo no veía en nadie. Todos a mi alrededor se habían vuelto predecibles, calculadores, temerosos. Ella era… diferente.
—Tenga más cuidado—dije finalmente, recuperando mi compostura—. Nueva York no es una ciudad para distraídos.
Regresé a mi auto sin esperar su respuesta. En el espejo retrovisor, la vi quedarse inmóvil en medio de la acera, con una expresión que mezclaba indignación y algo más… ¿curiosidad, quizás?
Sacudí la cabeza, descartando el pensamiento. Tenía asuntos más importantes que atender que una peatona imprudente con exceso de carácter.
El resto de la mañana transcurrió de manera igualmente frustrante. La reunión con los inversionistas chinos fue un desastre desde el principio. Llegaron tarde, algo que detesto con pasión. Luego insistieron en renegociar términos que ya habíamos acordado previamente. Y para colmo, su traductor era incompetente, distorsionando mis palabras de manera que sonaban más agresivas de lo que eran. Aunque, siendo honesto, mi paciencia estaba particularmente escasa ese día.
—Este acuerdo beneficia a ambas partes por igual —dije por enésima vez, sintiendo cómo mi temple se agrietaba—. Las concesiones que piden desequilibrarían completamente la ecuación.
El Sr. Zhang, líder de la delegación, sonrió con esa expresión impenetrable que tanto me irritaba.
—Señor Huntington, en nuestra cultura valoramos la flexibilidad. El bambú que no se dobla ante el viento, se quiebra.