Manhattan
Pov. Gabriel
Ocho años. Dos mil novecientos veinte días exactamente desde que vi a Colette por última vez. No es que lleve la cuenta, pero algunas fechas quedan grabadas a fuego en la memoria, como cicatrices que te recuerdan dónde te hirieron y por qué no debes bajar la guardia.
El espejo me devuelve la imagen de un extraño. A mis 36 años, las primeras canas comienzan a aparecer en mis sienes. Me favorecen, según dicen. Hacen juego con mis ojos grises, ahora permanentemente fríos. Mi rostro se ha endurecido, las líneas de expresión marcadas por el ceño fruncido constante más que por la risa. No recuerdo la última vez que reí genuinamente.
Ajusto el nudo de mi corbata Hermès —perfectamente simétrico, como debe ser— y reviso mi Patek Philippe. Las 7:15 a.m. Temprano, como siempre. La puntualidad es una de las pocas virtudes que conservo.
—Buenos días, señor Huntington —me saluda Louis, mi chofer desde hace cinco años, mientras me abre la puerta de la camioneta. Hoy no tengo ganas de manejar. Raras veces uso los servicios de Louis. El simplemente me hace los mandados o me lleva a eventos en donde bebo alcohol y no puedo conducir. De lo contrario siempre uso y manejo uno de mis vehículos de alta gama.
Asiento como respuesta. Las palabras son un recurso limitado que no desperdicio en cortesías innecesarias.
El trayecto hacia Huntington Eléctrical es mi momento de preparación mental. Reviso los correos en mi tablet, memorizo cifras, planifico estrategias. No hay tiempo para contemplar el paisaje de Manhattan o para pensar en trivialidades. El imperio que he construido no se mantiene solo.
Porque eso es lo que he hecho: construir un imperio. Desde que entendí que lo único que importa es generar dinero y hacer crecer el patrimonio, nada de sentimentalismos ridículos. Eso ya no es para mí. Yo la he convertido en un gigante. Huntington Electrical Solution ya no es solo una compañía de soluciones eléctricas; ahora somos líderes en energías renovables, inteligencia artificial aplicada a sistemas eléctricos, y nuestra división de tecnología de consumo rivaliza con Apple y Samsung.
Todo gracias a mi visión. A mi obstinación. A mi capacidad para no dejar que las emociones nublen mi juicio.
El ascensor privado me lleva directamente al piso 50, donde se encuentra mi oficina. Son las 7:45 a.m. cuando las puertas se abren. Mi asistente anterior, la número diez en seis meses, debería estar esperándome con mi café —negro, sin azúcar— y el resumen de las noticias financieras del día.
No hay nadie.
Una punzada de irritación me recorre la espalda. Camino hacia mi oficina, con pasos que resuenan en el silencio del piso casi vacío. Abro la puerta y encuentro sobre mi escritorio un sobre blanco. La carta de renuncia de… ¿cómo se llamaba? ¿Sarah? ¿Sandra?
No importa. Otra débil que no pudo soportar el ritmo. Otra mediocre que confundió exigencia con crueldad. Otra que creyó que ser mi asistente significaba solo agendar citas y sonreír.
Melissa fue la última de las buenas. Siete años a mi lado, entendiendo cada matiz de mi humor, anticipándose a mis necesidades, soportando mis exigencias sin quejarse. Hasta que decidió que ser madre era más importante que ser la mano derecha del hombre más poderoso de Nueva York. Su elección, su pérdida, su fracaso.
Desde entonces, es un desfile de incompetentes. Chicas recién graduadas que creen que trabajar para Gabriel Huntington es un paso hacia la fama. Mujeres que se visten como si fueran a un club nocturno en lugar de a una oficina. Asistentes que lloran cuando les señalo sus errores o que se quejan con Recursos Humanos por mis “métodos poco ortodoxos”.
Débiles. Todas ellas. Ineptas, incapaces.
Mi teléfono suena. Es Harrison, el director de Recursos Humanos.
—Señor Huntington, lamento informarle que la señorita Wilson ha presentado su renuncia.
—Ya me di cuenta —respondo secamente—. Necesito un reemplazo inmediatamente.
—Ese es el problema, señor —su voz suena tensa—. No tenemos candidatas disponibles en este momento. Hemos agotado nuestra base de datos interna. Además, nadie quiere ser removida a asistente de presidencia —ruedo los ojos.
—¿Me está diciendo que en toda Nueva York no hay una sola mujer capaz de hacer este trabajo? —mi tono es gélido.
—No exactamente. El problema es que… —hace una pausa incómoda— su reputación como jefe se ha extendido. Las candidatas potenciales están declinando cuando saben que trabajarán directamente con usted.
Por un momento, me quedo sin palabras. ¿Mi reputación? ¿Las personas hablan de mí a mis espaldas? La idea me irrita profundamente.
—Entonces busque fuera de nuestra base de datos. Contrate una agencia de empleo temporal. Haga lo que sea necesario, pero quiero una nueva asistente en mi oficina antes de que acabe el día.
Cuelgo antes de que pueda responder. La incompetencia me rodea. A veces creo que soy el único en esta empresa con ambición real, con estándares elevados.
Me siento en mi silla de cuero italiano y observo la ciudad a través del ventanal. Nueva York se extiende ante mí, pequeña, manejable. Desde aquí arriba, las personas son minúsculas, insignificantes. Como deben ser.
Enciendo mi computadora y comienzo a trabajar. Sin asistente, tendré que reorganizar mi agenda yo mismo. Cancelar la reunión con los inversores japoneses no es una opción. El lanzamiento del nuevo sistema de almacenamiento de energía solar no puede retrasarse. La videoconferencia con Berlín debe mantenerse.
Para el medio día, Angeliqué de contabilidad había venido para ayudarme con algunas cuestiones. Era una mujer inteligente, pocas veces ha tenido errores y es la única que sabe lidiar con mi temperamento. Pero Angeliqué es casada y no podrá con mi ritmo de trabajo. Yo necesito una asistente 24/7 31 días de los meses y si faltan días al mes se le suma uno más. Sí así de exigente soy con mis asistentes. Por eso necesito una mujer soltera preferentemente.