5 Razones para No dejarte ir

10. Capítulo. Cuando todo sale mal

Pov. Lyxirea

Nunca he entendido a las personas que dicen “me tiro un rato en el sofá para relajarme”. Para mí, desplomarme en un mueble siempre ha sido señal de derrota, de rendición. Mi abuela Margaret solía decirme que una dama nunca se “desparrama”, sino que se sienta con dignidad incluso en sus peores momentos.

Pero ahí estaba yo, completamente desparramada en el sofá de Carla, con los zapatos tirados en algún lugar cerca de la puerta, la chaqueta del traje hecha un bulto en el suelo, y la blusa parcialmente desabotonada porque sentía que me ahogaba. Tan poco digna como me había sentido en mucho tiempo.
El techo del apartamento se había convertido en mi punto focal mientras repasaba mentalmente cada detalle de mi desastroso día. Mi mente, como buen mecanismo de tortura capricorniana, reproducía en bucle cada momento embarazoso, cada oportunidad perdida, cada palabra equivocada.

Doce empresas visitadas. Doce currículums entregados. Cero entrevistas conseguidas en el momento. “Le llamaremos”, la mentira universal de los departamentos de recursos humanos. La probabilidad estadística de que alguna de esas empresas me llamara era aproximadamente la misma que la de ganar la lotería sin comprar un boleto.

Y luego estaban los encuentros con el Sr. Arrogancia Personificada, con ese rostro irritantemente atractivo, mi cerebro no dejaba de darle vueltas al asunto. ¿Quién era?
Su actitud gritaba “soy importante”, pero Nueva York estaba llena de hombres en trajes caros que se creían el centro del universo.

El sonido de llaves en la cerradura me sacó de mi espiral de autocompasión, pero no lo suficiente como para motivarme a adoptar una postura más decorosa.

—¡Estoy en casa! —anunció Carla con esa energía perpetua que siempre me había fascinado y, en momentos como este, irritado profundamente.
Murmuré algo que pretendía ser un saludo pero que sonó más como el gruñido de un animal herido.

Carla apareció en mi campo de visión, de pie junto al sofá, mirándome desde arriba con una ceja perfectamente arqueada. Llevaba un vestido verde brillante que hacía juego con sus ojos, y su sonrisa habitual solo se desvaneció ligeramente al verme en semejante estado.
—Vaya, parece que alguien tuvo un día de película… una de esas deprimentes de drama independiente —comentó, dejando su bolso en la mesa—. ¿Qué sucedió? Pareces como si te hubiera pasado por encima un camión. Y luego hubiera retrocedido para asegurarse.

Me incorporé ligeramente, lo suficiente para no parecer completamente derrotada.

—Es solo que… —comencé, buscando las palabras adecuadas que no me hicieran sonar como una niña quejumbrosa—. Hoy ha sido un día de mierda. Completa y absolutamente.

Carla se sentó en el sillón frente a mí, cruzando sus piernas con elegancia.

—Cuéntame todo. Con detalles jugosos, por favor.

Y así lo hice. Le conté sobre mi maratón de entrega de currículums, sobre las secretarias con sonrisas falsas, sobre los formularios interminables que me hicieron llenar en algunas empresas. Sobre la sensación de estar rogando por una oportunidad que nadie parecía dispuesto a darme.
Cuando llegué a la parte del casi atropello, Carla se inclinó hacia adelante, repentinamente mucho más interesada.
—Espera, ¿te casi atropelló un Aston Martin? ¿Uno de esos autos que cuestan más que todos nuestros órganos juntos?
—Sí, y conducido por el hombre más arrogante de Manhattan —confirmé, sintiendo cómo la indignación volvía a encenderse en mi pecho—. Actuó como si yo fuera la culpable por existir en su preciosa calle.

—¿Y le pateaste el auto? —Carla parecía dividida entre la admiración y el horror—. ¿Un Aston Martin? Dios mío, Lyx, podrías haber dañado tu pie. Esas cosas son prácticamente tanques de lujo.

—Estaba furiosa —me defendí—. Y luego, como si el universo quisiera reírse de mí, me lo vuelvo a encontrar en la cafetería.

Le relaté el incidente del café, cómo había arruinado su traje aparentemente carísimo, y su indignación ante mi preocupación por mi bebida derramada.
Carla, que había estado asintiendo comprensivamente durante todo mi relato.

—¿No crees en el destino? —digo dos veces en un mismo día, es mucha coincidencia —dijo Carla y negué.

—No, no es el destino, era simplemente mi mala suerte.

—¿Y era guapo? —Carla movió sus cejas varias veces. Me sonrojé sin poder evitarlo.

—Era alto, cabello negro, ojos grises, mandíbula como tallada en mármol, traje que probablemente costaba más que un auto compacto…

—El universo tiene un sentido del humor bastante retorcido —respondió Carla, aun riendo—. Te lo dije esta mañana: quédate en casa, relájate, deja que las cosas fluyan. Pero no, tenías que salir a buscar trabajo activamente como la buena capricornio que eres.

—No podía quedarme sin hacer nada —me defendí, aunque mi voz carecía de convicción—. No es así como funciono. No puedo simplemente esperar a que las oportunidades me caigan del cielo.

—Y, sin embargo —dijo Carla con una sonrisa triunfal—, Marcus me llamó hace una hora. ¿Adivina quién tiene una entrevista en Huntington Electrical Solution mañana a las 11:00 a.m.?
Me incorporé completamente, toda sensación de derrota reemplazada por pura felicidad.

—¿De verdad? —ella asintió. —Sí, es para el puesto de recepcionista, no se si te gustará ese puesto, pero…

—Lo que sea, no importa, de limpiadora de baños, de barrendera o podría incluso lavarle el auto al dueño, no importa solo quiero un trabajo.

—Relájate —dijo Carla, levantándose para buscar algo en la cocina—. La entrevista es con Recursos Humanos, no con el gran jefe en persona. Según Marcus, están desesperados por encontrar una nueva asistente ejecutiva. Aparentemente, Huntington es tan difícil de complacer que ha pasado por diez secretarias en seis meses.

—Me pregunto por qué —murmuré sarcásticamente.
Carla regresó con dos copas de vino y me ofreció una. La acepté con gratitud, tomando un largo sorbo.




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