Pov. Gabriel
El sistema de seguridad de mi penthouse me reconoció antes incluso de que tocara la puerta. Un suave pitido, luces que se encienden automáticamente, temperatura ajustada a exactamente 22.5 grados centígrados. La perfección programada, justo como me gusta.
Mi residencia ocupa los dos últimos pisos del Olympus Tower, el edificio residencial más exclusivo de Manhattan. Seiscientos metros cuadrados de lujo absoluto con vista panorámica de Central Park. Lo compré hace cinco años, cuando Huntington Electrical Solution superó por primera vez los mil millones en valoración bursátil. Un pequeño regalo para mí mismo.
Dejé caer mi maletín en el sillón de cuero italiano y me dirigí directamente al bar. Whisky escocés de 25 años, sin hielo. Lo necesitaba después del día que había tenido. Primero la desastrosa reunión con los inversionistas chinos, luego la incompetencia de mi equipo de desarrollo, y para rematar, el incidente del café con aquella extraña mujer.
El líquido ámbar quemó satisfactoriamente mi garganta mientras me desabrochaba la camisa arruinada. Manchas marrones se extendían por la tela de seda egipcia, un recordatorio tangible de nuestro encuentro.
En el baño principal, un espacio de mármol negro y cromo que más parecía un spa de hotel de lujo que un baño privado, me examiné en el espejo de cuerpo entero. La piel de mi abdomen estaba enrojecida donde el café caliente había traspasado la tela. No era una quemadura grave, pero sí lo suficientemente irritante como para recordarme el incidente.
Lo extraño era que no sentía la furia que normalmente me consumiría ante semejante situación. Por alguna razón incomprensible, me encontré sonriendo al recordar su rostro. La indignación en sus ojos cuando le sugerí que ella debería preocuparse por mi traje arruinado y no por su café derramado. La audacia con la que me enfrentó, sin un ápice de la adulación o el miedo que solía ver en todos los que me rodeaban.
—Debería ser abogada —murmuré a mi reflejo, aún sonriendo—. Encontraría la manera de ganar todos los casos aunque su cliente fuera culpable.
Era refrescante, tenía que admitirlo. En un mundo donde todos me decían lo que querían oír, donde mis empleados temblaban ante mi presencia y los ejecutivos de otras compañías medían cuidadosamente cada palabra, ella había sido brutalmente honesta y directa.
Por un instante, mientras dejaba que el agua caliente de la ducha relajara mis músculos tensos, me permití imaginar cómo sería tenerla como asistente. La idea había cruzado fugazmente mi mente cuando mencionó que buscaba empleo, pero la deseché de inmediato.
—Tener una mini-jefa en lugar de una secretaria no me apetece —dije en voz alta, aunque la idea me divertía más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Angelique, era todo lo contrario: eficiente pero sumisa, profesional pero temerosa. Como todas las anteriores desde que Melissa se fue. Ninguna duraba más de unas semanas, incapaces de soportar mis exigencias, mis cambios de humor, mi perfeccionismo implacable.
Decidí no regresar a la oficina ese día. Después de todo, el día ya estaba perdido. Me serví otro whisky y me dirigí al ventanal que dominaba la sala principal, observando la ciudad que se extendía bajo mis pies. Nueva York, vibrante y caótica, un reflejo perfecto de la vida misma.
¿Dónde estaría ella ahora? ¿Seguiría buscando trabajo, caminando por estas mismas calles? La idea de volver a encontrármela parecía estadísticamente improbable en una ciudad de ocho millones de habitantes. Y sin embargo, ya nos habíamos cruzado dos veces en un solo día.
El destino, si es que existía tal cosa, tenía un extraño sentido del humor.
A la mañana siguiente, llegué a la oficina con precisión cronométrica, como siempre. El ascensor privado me llevó directamente al piso 50, mi dominio personal dentro del imperio Huntington. Pensé que Angelique me esperaría ya con mi café preparado exactamente como me gustaba, el resumen de noticias financieras del día, y la agenda perfectamente organizada.
En su lugar, encontré a Martha, una de las auxiliares del departamento de Recursos Humanos, sentada en el escritorio.
Su postura rígida y la forma en que casi saltó de la silla cuando me vio indicaban claramente que estaba aterrorizada.
—Buenos días, señor Huntington —saludó, su voz ligeramente temblorosa.
—Buenos días —respondí, intentando no sonar tan irritado como me sentía. No era culpa suya estar allí, después de todo—. ¿Dónde está Angelique?
Martha titubeó, claramente buscando las palabras adecuadas.
—La señorita Lambert ha… se ha aumentado el día de hoy , señor. Problemas de salud, según informó.
“Problemas de salud”, el eufemismo universal para “no soportaba trabajar para usted ni un día más ”. Era la excusa que todas usaban. Al menos Melissa había sido honesta: “Estoy embarazada, Gabriel, y tu ritmo de trabajo me mataría a mí y a mi bebé.”
Suspiré profundamente, haciendo un gesto de cansancio.
—Entiendo. Supongo que Harrison aún no ha encontrado un reemplazo permanente.
—El señor Damerson está entrevistando candidatas en este momento, señor —informó Martha, visiblemente aliviada de que no hubiera estallado en furia—. Dijo que le informaría tan pronto como tuviera una candidata adecuada.
Asentí y me dirigí a mi oficina, cerrando la puerta tras de mí. La vista desde aquí siempre lograba calmarme, incluso en los días más difíciles. Nueva York se extendía ante mí, un testamento al poder de la ambición humana. Justo como Huntington Electrical Solution era un testamento a la mía.
Me senté en mi escritorio y encendí mi ordenador, repasando mentalmente la lista de tareas pendientes. La presentación para la junta directiva, el informe trimestral, las negociaciones con los proveedores alemanes… Demasiado trabajo para delegarlo en una auxiliar temporal.
La videoconferencia con los árabes había sido desastrosa, no estaba bien preparada y eso estalló mu furia nuevamente. A las once diez de la mañana luego de terminar la videoconferencia con la furia corriendo por mis venas, tomé el teléfono y marqué la extensión de Harrison.