5 Razones para No dejarte ir

13. Probando los límites

Pov. Lyxirea

Si hubiera sabido que mi primer día como asistente ejecutiva de Gabriel Huntington incluiría lavar su auto de tres millones de dólares, probablemente me habría lanzado por la ventana del piso 50 durante la entrevista.

Pero aquí estaba yo, con mi elegante traje sastre empapado, gotas de agua escurriendo por mi cabello cuidadosamente peinado, y jabón hasta en lugares que no quiero mencionar, todo porque el “Señor Perfección” había decidido que su Aston Martin necesitaba un lavado urgente y su servicio de detallado habitual no estaba disponible.

“Es una prueba de adaptabilidad”, había dicho con esa sonrisa ladeada que comenzaba a odiar. “Una asistente ejecutiva debe estar preparada para cualquier eventualidad.”

Lo que realmente quería decir era: “Estoy vengándome por la patada que le diste a mi precioso auto ayer.”

Y eso fue solo el comienzo de mi día infernal.

Después del episodio del lavado de auto, regresé a la oficina con el aspecto de un gato mojado y la dignidad por los suelos.

Me instalé en mi nuevo escritorio —una elegante estación de trabajo frente a la oficina de Gabriel, con tecnología de última generación y una vista que haría llorar a cualquier oficinista promedio— e intenté reorganizar su agenda como me había pedido.

Tres horas. Tres horas completas dedicadas a coordinar reuniones, llamadas internacionales y almuerzos de negocios en una secuencia lógica que respetara sus prioridades mientras maximizaba su eficiencia.

Cuando finalmente le presenté el resultado, me miró como si le hubiera entregado un dibujo hecho con crayones.

—Esto no funciona —declaró, deslizando la tablet hacia mí con desdén—. Melissa siempre ponía las llamadas a Europa a primera hora de la mañana, no después del almuerzo. Y nunca, nunca programaba reuniones con el departamento legal los viernes. Alexander tiende a extenderse cuando sabe que viene el fin de semana.

Ah, la legendaria Melissa. En las escasas ocho horas que llevaba trabajando para Gabriel Huntington, había escuchado su nombre al menos quince veces. Melissa organizaba así los archivos. Melissa preparaba el café exactamente de esta manera. Melissa anticipaba sus necesidades antes incluso de que él las tuviera.

Santa Melissa, patrona de las asistentes ejecutivas y, aparentemente, la única mujer capaz de satisfacer los estándares imposibles de Gabriel Huntington.

—Disculpe, señor Huntington —respondí, manteniendo mi voz profesionalmente neutra mientras contaba mentalmente hasta diez—. Reorganizaré la agenda de acuerdo con sus preferencias.

—Hazlo —ordenó, volviendo a sus documentos como si yo hubiera dejado de existir.

Respiré profundo y salí de su oficina antes de que la tentación de estrangularlo con su corbata italiana se volviera irresistible.

El resto de la tarde transcurrió en un ciclo similar. Yo presentaba algo —un informe, un correo electrónico, un itinerario— y él encontraba alguna falla, algún detalle que no cumplía con el estándar de la mítica Melissa.

A las 5:00 p.m. en punto, comencé a recoger mis cosas, lista para escapar de ese infierno corporativo y ahogar mis penas en el vino barato que Carla guardaba para emergencias. Había sobrevivido a mi primer día. No con dignidad, pero había sobrevivido.

O eso creía.

—¿A dónde crees que vas? —la voz de Gabriel me detuvo en seco.

Me giré lentamente, encontrándome con su mirada inquisitiva desde la puerta de su oficina.

—Son las 5:00, señor Huntington —respondí, señalando discretamente el elegante reloj de pared—. Mi horario termina ahora.

Su risa fue breve y sin humor.

—¿Tu horario? —repitió, como si hubiera dicho algo absurdamente cómico—. Te lo dije durante la entrevista, Morgan. Este trabajo no tiene horario. Necesito que prepares una propuesta para Reynolds Corp sobre nuestras nuevas soluciones de energía renovable. La quiero en mi correo antes de que te vayas.

—Pero no sé nada sobre sus soluciones de energía renovable —protesté débilmente.

—Hay una carpeta en el servidor compartido —respondió, ajustándose la corbata mientras se preparaba evidentemente para irse él mismo—. Toda la información que necesitas está ahí. Solo necesito que la organices en una presentación convincente. Veinte diapositivas, máximo.

Y con eso, tomó su maletín y se dirigió al ascensor, dejándome allí, boquiabierta y furiosa.

—Ahora entiendo por qué no te duran las secretarias —murmuré cuando las puertas del ascensor se cerraron tras él.

Tres horas después, con los ojos ardiendo por mirar fijamente la pantalla de la computadora y el cerebro saturado de términos técnicos sobre paneles solares de última generación y sistemas de almacenamiento de energía, finalmente envié la presentación a su correo electrónico.

Eran casi las 8:30 p.m. cuando llegué al apartamento de Carla, arrastrando los pies y con un humor que haría parecer alegre a un gato mojado.

Abrí la puerta para encontrar a Carla y Marcus acurrucados en el sofá, en medio de lo que parecía ser una sesión bastante intensa de besos. Mi llegada los interrumpió abruptamente.

—¡Lyx! —exclamó Carla, separándose de Marcus —. ¡Por fin! Estábamos preocupados. ¿Por qué no respondiste mis mensajes?

—Porque estaba demasiado ocupada siendo la esclava personal del tirano más exigente de Manhattan —respondí, dejando caer mi maletín y desplomándome entre ellos en el sofá, efectivamente separándolos—. Lo siento, chicos, pero necesito intervención emocional urgente.

Marcus rio, levantándose para dirigirse a la cocina.

—Voy a abrir una botella de vino —anunció—. Suena como si la necesitaras.

—Mejor trae la botella entera —respondí, quitándome los zapatos (los nuevos que había comprado durante mi hora de almuerzo, después del desastre de la mañana) y masajeando mis pies adoloridos.

—¿Tan malo fue? —preguntó Carla, su expresión dividida entre la preocupación y la curiosidad.




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