5 Razones para No dejarte ir

14. Aroma a Orquideas

Pov. Gabriel

Dos semanas. Catorce días exactamente desde que Lyxirea Morgan entró en mi vida como un huracán de sarcasmo y competencia. Y contra todo pronóstico, seguía aquí. No solo eso, sino que cada día demostraba ser más valiosa que el anterior.

Observé a través de la cámara, que tenia justo apuntando hacia su escritorio, era algo que me pasaba haciendo cada día, y no entendía porque, veia cómo organizaba meticulosamente una serie de documentos mientras hablaba por teléfono, probablemente resolviendo algún problema con los proveedores japoneses. Su expresión concentrada, la eficiencia de sus movimientos, la forma en que manejaba múltiples tareas simultáneamente sin perder el ritmo… era extraordinaria.

Y eso era precisamente el problema.

Había intentado todo para hacerla renunciar. Le había asignado tareas imposibles con plazos ridículos. Le había cambiado prioridades sin previo aviso. La había criticado por detalles insignificantes que ni siquiera Melissa, con toda su eficiencia, habría notado.

Pero Lyxirea Morgan no se quebraba. Al contrario, parecía prosperar ante cada nuevo desafío, convirtiéndolo en una oportunidad para demostrar su valía. Era como si cada obstáculo que ponía en su camino solo la hiciera más fuerte.

La semana pasada, le había pedido que preparara un informe completo sobre la viabilidad de expandir nuestras operaciones a Sudamérica. Le di exactamente 12 horas. Cualquier asistente normal habría producido algo apresurado, superficial, fácil de criticar. Ella me entregó un análisis de 40 páginas, exhaustivamente investigado, con proyecciones financieras detalladas y consideraciones culturales que ni siquiera yo había contemplado.

—Tuve que llamar a algunos contactos en Argentina y Brasil —explicó casualmente cuando no pude ocultar mi sorpresa—. Afortunadamente, mi español es bastante fluido y mi portugués aceptable.

Era exasperante. Y lo peor es que me estaba quedando sin excusas para seguir tratándola con la dureza inicial.

Por supuesto, comparaba constantemente su trabajo con el de Melissa, buscando cualquier pequeña diferencia para señalar. “Melissa siempre incluía un resumen ejecutivo en la primera página”, o “Melissa organizaba los archivos por prioridad, no alfabéticamente”.

Lo que no mencionaba era que Lyxirea había implementado mejoras que ni siquiera Melissa había considerado. Un nuevo sistema de clasificación de correos electrónicos que filtraba automáticamente los menos importantes. Un protocolo de preparación para reuniones que incluía no solo la información habitual, sino también perfiles detallados de todos los participantes, con sus preferencias y puntos débiles. Pequeños detalles que marcaban una diferencia sustancial en mi eficiencia diaria.

La realidad, que me negaba a admitir en voz alta, era que Lyxirea Morgan no solo igualaba a Melissa. La superaba.

Entonces, ¿por qué seguía intentando encontrar fallas en su trabajo? ¿Por qué me empeñaba en que renunciara cuando objetivamente era la mejor asistente que había tenido jamás?

La respuesta era tan simple como perturbadora: porque cada vez que entraba en mi oficina, algo en mi interior se desestabilizaba.

Era su aroma. Una fragancia sutil a orquídeas que me hacía cerrar involuntariamente los ojos cuando pasaba junto a mí. Era la forma en que se mordía ligeramente el labio inferior cuando estaba concentrada en algo particularmente complejo. Era la chispa en sus ojos cuando le asignaba algo que consideraba imposible, ese destello de “te demostraré que estás equivocado” que me recordaba inquietantemente a mí mismo en mis inicios.

Cada una de estas pequeñas cosas provocaba reacciones en mí que no había experimentado en años. No desde Colette. No desde que decidí que ninguna mujer volvería a tener ese tipo de poder sobre mí.

Y eso me aterraba más que cualquier crisis corporativa o caída en la bolsa.

Gabriel Huntington, el “Tirano de Wall Street”, el hombre que había construido un imperio energético con pura determinación y brillantez despiadada, se encontraba desconcentrado por el simple hecho de que su asistente se mordiera el labio mientras tomaba notas.

Patético.

El intercomunicador sonó, interrumpiendo mis perturbadores pensamientos.

—Señor Huntington —la voz de Lyxirea, aceleró mi pulso y tuve que aflojar mi corbata —, el señor Bennett del departamento legal solicita verlo. Dice que es urgente.

Alexander. Por supuesto. Mi primo había desarrollado el hábito sumamente irritante de aparecer en mi piso al menos una vez al día, con excusas cada vez más transparentes sobre “asuntos legales urgentes” que misteriosamente siempre podían resolverse en cinco minutos. Lo que realmente le tomaba tiempo era el ritual de coqueteo descarado con mi asistente que precedía y seguía a nuestras breves reuniones.

—Dile que estoy ocupado —respondí secamente.

Hubo una breve pausa.

—Señor, dice que es sobre el contrato con Green Solutions. Aparentemente hay una cláusula problemática que requiere su atención inmediata.

Maldije internamente. El contrato con Green Solutions era demasiado importante para ignorarlo, incluso si sospechaba que Alexander estaba exagerando la urgencia.

—Está bien, hazlo pasar —cedí finalmente.

A través de la cámara , vi cómo Lyxirea transmitía mi mensaje. Alexander sonrió, ese tipo de sonrisa que reservaba exclusivamente para las mujeres que consideraba atractivas. Vi cómo se inclinaba ligeramente sobre el escritorio de Lyxirea, diciéndole algo que la hizo reír.

Una punzada de algo desagradable y caliente se retorció en mi estómago. No eran celos. Absolutamente no. Era simple irritación por la falta de profesionalismo. Esta era una oficina, no un bar de solteros.

Alexander finalmente entró, con esa expresión de satisfacción que me hacía querer borrarla de un puñetazo.

—Gabriel, tenemos que hablar sobre la cláusula de exclusividad en el contrato de Green Solutions —comenzó, colocando una carpeta sobre mi escritorio.




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