5 Razones para No dejarte ir

15. Rompiendo la rutina

Pov. Gabriel

El teléfono sonó mientras revisaba los informes de desarrollo sobre nuestra nueva tecnología de baterías. Un número que no había visto en mi pantalla en meses. Carlos Montero. El único hombre al que podría considerar genuinamente un amigo en esta ciudad.

—Huntington —respondí, manteniendo mi tono profesional por costumbre.

—¡Gabriel, maldito workahólico! —la voz familiar de Carlos, cargada de su característico acento colombiano, resonó al otro lado de la línea—. ¿Todavía vives en esa torre de cristal o has decidido finalmente mudarte a tu oficina y ahorrarte el trayecto?

A pesar de mí mismo, sentí cómo la tensión en mis hombros disminuía ligeramente. Carlos tenía ese efecto en mí. Era la única persona en Nueva York que me trataba como a un ser humano normal, no como a “Gabriel Huntington, CEO y heredero del imperio energético”.

—La torre de cristal sigue siendo mi dirección oficial —respondí, permitiéndome una pequeña sonrisa—. ¿Cuándo volviste a la ciudad?

—Aterricé esta mañana. Seis meses en Bogotá, persiguiendo a una mujer que terminó prefiriendo a un jugador de fútbol de segunda división —su risa carecía de amargura, típico de Carlos—. La historia de mi vida, amigo.

—Te advertí sobre ella —comenté, recordando nuestra última conversación antes de su precipitada partida a Colombia—. Demasiado interesada en tu apellido y tu cartera.

—Siempre el optimista, Gabriel —replicó con sarcasmo—. Pero sí, tenías razón. Como siempre. ¿Feliz?

—Nunca soy feliz cuando mis amigos sufren —respondí con sinceridad—. Aunque admito cierta satisfacción en la precisión de mis predicciones.

Carlos rió, un sonido sincero, que rara vez escuchaba en mi entorno diario, donde las risas solían ser calculadas y estratégicas, diseñadas para congraciarse o impresionar.

—Te extrañé, pendejo —dijo con esa franqueza que siempre había apreciado—. Salgamos esta noche. Necesito alcohol, conversación honesta y distracciones.

Mi reflejo inmediato fue negarme. Tenía informes que revisar, estrategias que planificar, una empresa multimillonaria que dirigir. No había tiempo para noches de ocio.

—No puedo, Carlos. La semana está siendo intensa y…

—Y seguirá siendo intensa mañana y pasado y el siguiente —interrumpió—. Vamos, hombre, ¿cuándo fue la última vez que saliste de esa oficina para algo que no fuera una reunión de negocios?

La pregunta me dejó momentáneamente sin respuesta. ¿Cuándo había sido la última vez? ¿El evento benéfico el mes pasado? Pero eso también había sido trabajo, realmente. ¿La cena en casa de mi tía Eleonor? Otra obligación familiar. ¿Una noche de descanso, solo por el placer de hacerlo?

No podía recordarlo.

—Gabriel —la voz de Carlos se suavizó—, te conozco desde que llegaste a Nueva York. Ocho años. He visto cómo te has convertido en una máquina de trabajar, especialmente después de… bueno, ya sabes. Pero incluso las máquinas necesitan mantenimiento. Un descanso.

La mención implícita de Colette me produjo un sabor desagradable a pesar de los años que han pasado. Carlos había sido testigo de primera mano de mi caída. De cómo el joven ambicioso pero aún capaz de disfrutar la vida se transformó en el “Tirano de Wall Street”. Había sido el único que se atrevió a darme una bofetada metafórica cuando me estaba hundiendo en la autocompasión y la rabia.

Por eso, supongo, seguía siendo mi amigo a pesar de mis mejores esfuerzos por alejar a todos.

—¿Qué propones exactamente? —pregunté finalmente, sorprendiéndome incluso a mí mismo con la concesión.

—Gimnasio primero, a las 5:00 p.m. —respondió rápidamente, aprovechando mi momento de debilidad—. Ese lujoso club tuyo donde no dejan entrar a la plebe. Luego un par de tragos en algún lugar tranquilo. Nada extravagante, lo prometo. Solo dos amigos poniéndose al día.

Me recliné en mi silla, contemplando la vista de Manhattan a través de mi ventanal. La ciudad se extendía ante mí, vibrante, llena de vida. Y aquí estaba yo, encerrado en mi torre de cristal y acero, observándola desde lejos pero nunca realmente participando en ella.

Por un instante, me pregunté qué pensaría Lyxirea de esto. De cómo vivía mi vida. La imagen de su expresión ligeramente desaprobadora, ese arco sutil de su ceja cuando consideraba algo irracional o innecesario, apareció en mi mente sin invitación.

—De acuerdo —dije finalmente—. Gimnasio a las 5:00 p.m. y luego decidimos.

—¡Milagro! —exclamó Carlos dramáticamente—. ¿Gabriel Huntington aceptando salir en una noche laborable? Debo jugar a la lotería hoy.

—No tientes a tu suerte —advertí, pero sin verdadera severidad—. Todavía puedo cambiar de opinión.

—No lo harás —respondió con confianza—. Te conozco, Gabriel. Debajo de esa fachada de CEO despiadado sigue existiendo un ser humano. Muy, muy en el fondo, pero está ahí.

Después de algunas bromas más y confirmación de detalles, terminamos la llamada. Me quedé mirando el teléfono por un momento, sorprendido por mi propia decisión. Carlos tenía razón en algo: hacía demasiado tiempo que no hacía algo puramente por placer, por el simple deseo humano de conexión y descanso.

Mi intercomunicador sonó, devolviéndome al presente.

—Señor Huntington —la voz de Lyxirea, me borró la sonrisa para dar paso nuevamente a una tensión que solo ella me provocaba —, su reunión con el departamento de desarrollo comienza en diez minutos. ¿Necesita que le prepare algún material adicional?

—No, estoy listo —respondí —. Pero necesito que reorganices mi agenda para esta tarde. Terminaré a las 4:30 p.m. en punto.

Hubo una breve pausa, probablemente de sorpresa. Era bien sabido que nunca, jamás, salía antes de las 7:00 p.m.

—Por supuesto, señor —respondió finalmente—. ¿Algún motivo que deba mencionar si alguien pregunta por su disponibilidad?

—Asuntos personales —dije simplemente—. Y Morgan…




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.