Pov. Gabriel
El Millennium Club ocupaba los tres últimos pisos de un edificio art déco en Upper East Side. No era solo un gimnasio; era un santuario exclusivo para aquellos que podían permitirse la exorbitante cuota de membresía anual. Un refugio donde CEOs, políticos y celebridades podían ejercitarse sin el acoso de la prensa o las miradas indiscretas.
Carlos ya estaba allí cuando llegué, golpeando un saco de boxeo con la intensidad característica que aplicaba a todo en su vida. A diferencia de la mayoría de los miembros, que contrataban entrenadores personales para mantener una apariencia presentable, Carlos disfrutaba del dolor y la disciplina del ejercicio físico.
—¡Gabriel! —exclamó al verme, dejando el saco para acercarse con una sonrisa —. Por un momento pensé que te acobardarías.
—Los Huntington no nos acobardamos —respondí, estrechando su mano sudorosa—. Solo reorganizamos nuestras prioridades estratégicamente.
Carlos rió, ese sonido despreocupado que siempre me recordaba que existía un mundo fuera de las salas de juntas y los informes financieros.
—Siempre tan elocuente para justificar la cobardía —bromeó, dándome una palmada en el hombro—. Vamos, el ring está libre. Te mostraré algunos movimientos nuevos que aprendí en Bogotá.
Durante la siguiente hora y media, nos sumergimos en una sesión de entrenamiento que desafió incluso mi buena condición física. Carlos había aprendido una variante de kickboxing colombiana durante su estancia, y parecía determinado a demostrar cada técnica usando mi cuerpo como blanco.
—Esto —jadeó, lanzando una combinación particularmente brutal que apenas logré bloquear— es lo que me mantuvo cuerdo mientras veía a Isabela alejarse con ese futbolista mediocre.
Aproveché una apertura en su guardia para contraatacar, conectando un golpe sólido en su costado.
—Si hubieras invertido tanto esfuerzo en investigarla como en estos golpes —comenté mientras nos separábamos—, te habrías ahorrado seis meses y un corazón roto.
—Siempre tan compasivo, Gabriel —respondió, fingiendo dolor emocional mientras se recuperaba—. Algunos aún creemos en el romance, ¿sabes? No todos tenemos un glaciar donde debería estar el corazón.
El comentario era ligero, pero tocó un punto sensible. Carlos era de los pocos que conocían la historia completa de Colette, cómo había transformado al joven idealista que una vez fui.
Finalmente, agotados y bañados en sudor, nos retiramos a la zona de descanso. El área VIP del club ofrecía sofás de cuero, bebidas proteicas personalizadas y una vista espectacular del Central Park.
—Entonces —comencé, dejándose caer en uno de los sofás—, cuéntame sobre Bogotá, la tierra de tus antepasados y aparentemente de tus malas decisiones románticas.
Carlos sonrió, tomando un largo sorbo de su batido.
—Bogotá fue… educativa —dijo finalmente—. La ciudad es hermosa, vibrante, contradictoria. Montañas imponentes y pobreza desgarradora coexistiendo con riqueza obscena y arte extraordinario.
—Suena como un buen lugar para perder seis meses persiguiendo a una mujer que claramente no te merecía —comenté, intentando mantener el tono ligero.
—Quizás precisamente por eso la perseguí —reflexionó, sorprendiéndome con su repentina profundidad—. Isabela era como Bogotá: hermosa, contradictoria, imposible de poseer realmente.
Observé a mi amigo con interés. Carlos siempre había sido el impulsivo entre nosotros, el que seguía sus pasiones sin detenerse a calcular riesgos o beneficios. Tan diferente a mi aproximación metódica a la vida. Y sin embargo, en momentos como este, mostraba una perspicacia que me recordaba por qué nuestra amistad había sobrevivido tantos años.
—La conocí en una galería de arte —continuó, su mirada perdiéndose en los recuerdos—. Estaba observando una pintura abstracta como si contuviera todos los secretos del universo. Cuando le pregunté qué veía en ella, me respondió: ‘A mí misma, por supuesto. ¿Qué más podríamos ver en el arte sino nuestro propio reflejo?’
—Suena pretenciosa —comenté, ganándome una risa de Carlos.
—Lo era, absolutamente —confirmó—. Pero también brillante, Gabriel. Artista, intelectual, con un fuego interior que me recordaba a… bueno, a ti, en cierto modo. Esa intensidad, esa certeza absoluta en su visión del mundo.
La comparación me sorprendió.
—¿Me estás diciendo que pasaste seis meses persiguiendo a la versión femenina de mí en Colombia? —pregunté con fingido horror—. Deberías buscar ayuda profesional, Carlos.
Ambos reímos, y la conversación fluyó naturalmente hacia sus otras aventuras en Bogotá. Las montañas que había escalado, los cafés donde había escrito (Carlos era un escritor aspirante, aunque su fortuna familiar nunca lo había presionado a publicar), los personajes excéntricos que había conocido.
Era refrescante escuchar historias que no involucraban adquisiciones corporativas, estrategias de mercado o fluctuaciones bursátiles. Historias de vida real, de experiencias humanas auténticas.
—¿Y tú? —preguntó, girando la conversación hacia mí—. ¿Qué has estado haciendo además de acumular más millones y aterrorizar a tus empleados?
—Lo habitual —respondí con sequedad—. Expandiendo el negocio de energías renovables, negociando con proveedores asiáticos, desarrollando nueva tecnología de almacenamiento.
Carlos me miró con una mezcla de exasperación y compasión.
—Fascinante —dijo, su tono indicando exactamente lo contrario—. ¿Y tu vida personal? ¿Alguna mujer que haya logrado atravesar la muralla de hielo?
Pensé inmediatamente en Lyxirea, en su desafío constante, en cómo su presencia alteraba sutilmente mi equilibrio cuidadosamente mantenido. Pero eso no era algo que estuviera dispuesto a examinar, mucho menos a compartir.
—El trabajo es mi vida personal —respondí, ofreciendo mi respuesta habitual.
—Mentira —declaró Carlos, inclinándose hacia adelante—. Incluso tú, el gran Gabriel Huntington, debe tener algo más en su vida que informes financieros y juntas directivas. ¿Qué hay de tu nueva asistente? Harrison, mencionó que finalmente encontraste a alguien que dura más de dos semanas.