5 Razones para No dejarte ir

17. Celos posesivos

Pov Gabriel

The Blue Note era el lugar perfecto, sofisticado, discreto, con el suave murmullo de conversaciones mezclándose con las notas de jazz en vivo. Un cuarteto tocaba en el pequeño escenario, el saxofonista extrayendo melodías melancólicas.

Carlos charló animadamente con el anfitrión, quien evidentemente lo reconocía de visitas anteriores. No me sorprendía; mi amigo tenía esa habilidad innata para forjar conexiones instantáneas con prácticamente cualquier persona. Una habilidad que yo nunca había poseído ni considerado necesaria.

—Mesa para dos, preferiblemente en un rincón discreto —solicitó, deslizando sutilmente un billete de cien dólares en la mano del anfitrión.

Segundos después, nos guiaban hacia una mesa perfecta: lo suficientemente alejada para mantener la privacidad, pero con una vista privilegiada del escenario y la entrada. Carlos se dejó caer en su asiento con un suspiro satisfecho.

—¿Ves? Esto es lo que necesitabas —comentó, observando el lugar con aprobación—. Civilización sin pretensiones. Música que no destroza los tímpanos. Whisky que no insulta al paladar.

Una camarera se acercó, y Carlos ordenó por ambos con la familiaridad de quien conoce mis preferencias: un Macallan 18 años para mí, un Old Fashioned para él.

—Entonces —comenzó, reclinándose cómodamente—, hablemos de algo que no sea trabajo. Lo que sea. Deportes, política, el último episodio de esa serie que seguramente no ves porque estás demasiado ocupado construyendo tu imperio.

Sonreí ligeramente, agradecido por la normalidad que Carlos traía a mi vida demasiado estructurada.

—Sorprendentemente, encuentro tiempo para leer ocasionalmente —respondí—. Estoy en medio de una biografía de Tesla. El hombre, no el automóvil.

—Fascinante —respondió Carlos con un sarcasmo evidente—. Déjame adivinar, ¿investigación para algún proyecto de la empresa?

—No todo lo que hago está relacionado con Huntington Electrical —protesté, aunque sabía que en gran medida tenía razón.

La conversación fluyó con sorprendente facilidad, alejándose de temas laborales hacia recuerdos, opiniones sobre el estado del mundo, incluso algunas anécdotas de nuestros días universitarios que raramente permitía emerger en mi memoria. Las bebidas llegaron, y con el calor del whisky extendiéndose por mi pecho, sentí una relajación que no había experimentado en meses.

Fue en ese momento de inusual tranquilidad cuando la vi.

Al principio, mi cerebro se negó a procesar la información. No era posible. No aquí, no esta noche. Y sin embargo, ahí estaba ella, parada en la entrada junto a otra mujer.

Lyxirea Morgan. Mi asistente. Mi empleada.

Pero esta no era la Lyxirea que conocía de la oficina. La mujer profesional con trajes sastre impecables y expresión eficiente había desaparecido. En su lugar estaba una versión completamente diferente: cabello castaño cayendo en suaves ondas sobre sus hombros, liberado de su habitual moño severo. Un vestido negro que abrazaba curvas que su ropa de trabajo ocultaba cuidadosamente, corto lo suficiente para revelar piernas que parecían interminables a pesar de su estatura moderada, acentuadas por tacones que le daban un aire de elegancia felina.

Sentí que el aire abandonaba mis pulmones. Fue como un golpe, como si alguien hubiera conectado un puñetazo directamente a mi pecho.

Estaba sonriendo, se le notaba una alegría que nunca le había visto expresar en mi presencia.

De repente, me sentí como un intruso, observando algo que no tenía derecho a ver. Esta era Lyxirea en su estado natural, sin la tensión que mi presencia parecía imponerle inevitablemente.

Carlos notó mi cambio de expresión inmediatamente. Se giró para seguir mi mirada, soltando un silbido bajo cuando identificó el objeto de mi atención.

—Vaya, vaya —murmuró apreciativamente—. La noche acaba de volverse mucho más interesante.

Vacié mi vaso de whisky de un solo trago, agradeciendo el ardor que momentáneamente me distrajo de la turbulencia en mi interior.

—¿Qué sucede? —preguntó Carlos, su expresión transformándose de diversión a genuina preocupación—. Pareces haber visto un fantasma. O peor.

—Es mi secretaria —respondí secamente, apretando el vaso vacío con más fuerza de la necesaria.

La mandíbula de Carlos cayó cómicamente.

—¿Qué? —exclamó, volviéndose nuevamente para mirarlas con interés—. ¿Cuál de las dos?

—La de vestido negro —respondí, sintiendo cómo mi mandíbula se tensaba involuntariamente.

Carlos volvió a silbar, esta vez con evidente admiración.

—Diablos, Gabriel, es una preciosura —comentó, observándola abiertamente—. Ya entiendo.

—¿Entiendes qué? —pregunté bruscamente, sintiendo una irrazonable irritación ante su evidente apreciación.

Una sonrisa, casi maliciosa, se extendió por el rostro de Carlos.

—Por qué andas en las nubes últimamente —respondió con simpleza—. Por qué de repente decides tomar una tarde libre después de años de trabajo obsesivo. Por qué te niegas a hablar de ella.

—Déjate de tonterías —corté, haciendo una seña a la camarera para otro whisky—. Morgan es mi empleada. Nada más.

—Y yo soy la reina de Inglaterra —replicó Carlos, sin dejarse intimidar por mi tono—. Te conozco desde hace ocho años, Gabriel. Nunca te he visto mirar a nadie así. Ni siquiera a Colette.

La mención de ese nombre debería haberme enfurecido. En cambio, me encontré nuevamente observando a Lyxirea mientras ella y su acompañante eran conducidas a una mesa en el extremo opuesto del bar. Su perfil iluminado por las luces tenues, la forma en que inclinaba ligeramente la cabeza cuando escuchaba a su amiga, el gesto inconsciente de colocar un mechón de cabello tras su oreja…

Carlos tenía razón, y eso me aterraba. Porque lo que estaba sintiendo no era simple atracción física. Era algo mas. Algo que había jurado nunca volver a experimentar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.