Pov. Gabriel
Me estaba volviendo loco. No había otra explicación, estaba completamente, absolutamente, perdiendo el control.
Y todo por culpa de una mujer. Una empleada, nada menos.
Desde los eventos del viernes y el incidente del café del lunes, no podía concentrarme. Mi mente, normalmente disciplinada como un reloj suizo, divagaba constantemente. Me encontraba mirando a través de las cámaras hacia su escritorio, observando la forma en que inclinaba ligeramente la cabeza cuando estaba concentrada, cómo se mordía el labio inferior cuando algo la frustraba, cómo acomodaba un mechón rebelde de cabello tras su oreja…
Lo estaba haciendo en ese preciso momento. En una pequeña ventana de mi monitor, podía verla trabajando eficientemente en su escritorio, su mano vendada moviéndose con cuidado sobre el teclado. La culpa me invadió nuevamente al recordar la quemadura. Si no la hubiera asustado apareciendo así en la cocina…
—Suficiente —murmuré para mí mismo, cerrando bruscamente la ventana de la cámara y volviendo a mis informes financieros—. Concéntrate, por el amor de Dios.
Pero apenas había logrado leer un párrafo cuando su voz sonó a través del intercomunicador, enviando un ridículo escalofrío por mi columna vertebral.
—Señor Huntington, el señor Carlos Montero, está aquí.
Carlos. Por supuesto. Justo lo que necesitaba: la persona más perceptiva que conocía presenciando mi estado mental alterado.
—Hágalo pasar —respondí, intentando sonar indiferente.
Segundos después, Carlos entró a mi oficina con esa sonrisa despreocupada que siempre llevaba, como si la vida fuera una gran broma que solo él entendía. Sin esperar invitación, se dejó caer en el sillón frente a mi escritorio, estirando las piernas con familiaridad.
—Gabriel, amigo mío —saludó alegremente—. Tienes un aspecto terrible. ¿Problemas para dormir?
Fulminé con la mirada a la única persona que se atrevía a hablarme así.
—Algunos tenemos empresas que dirigir, Carlos —respondí secamente—. No todos podemos vivir de rentas familiares y aventuras románticas.
—Touché —rió, sin ofenderse en absoluto—. Aunque debo señalar que mi último proyecto está avanzando bastante bien. La galería en Tribeca abrirá el próximo mes.
Carlos siempre había sido así: despreocupado con el dinero pero apasionado por el arte. Su familia controlaba una fortuna considerable en bienes raíces por toda Latinoamérica, lo que le permitía perseguir sus intereses sin la presión que yo siempre había sentido.
Durante la siguiente media hora, me puso al día sobre sus planes para la galería, sus últimos descubrimientos artísticos, y una reciente excursión a Colorado para practicar snowboard. Era reconfortante, en cierto modo, esta normalidad. Hablar de cosas que no tenían nada que ver con Huntington Electrical, con responsabilidades corporativas o… con Lyxirea Morgan.
Pero, por supuesto, el respiro no duró mucho.
—Entonces —dijo Carlos, cambiando abruptamente de tema con una sonrisa que reconocí como peligrosa—. ¿Qué tal tu fin de semana? ¿Algún desarrollo interesante después de nuestra salida al Blue Note?
Su énfasis en “desarrollo interesante” dejaba claro a qué se refería. O más bien, a quién.
—Fue un fin de semana normal —respondí con frialdad—. Trabajo. Reuniones. Lo habitual.
—¿En serio? —preguntó, fingiendo sorpresa—. Porque después de la forma en que te lanzaste a defender el honor de tu asistente, pensé que tal vez habría… progresado la situación.
—No hay ninguna “situación”, Carlos —espeté, más bruscamente de lo que pretendía—. Morgan es mi asistente. Mi empleada. Nada más.
Carlos me estudió por un momento, esa irritante capacidad suya para ver a través de mis defensas en pleno funcionamiento.
—Sabes —dijo finalmente, inclinándose hacia adelante—, para alguien que proclama indiferencia, pareces extraordinariamente tenso cuando se menciona a cierta asistente de ojos cautivadores.
—Es una empleada valiosa —concedí, intentando sonar profesional—. Sería difícil reemplazarla.
—¿Valiosa? —repitió, con una sonrisa cada vez más amplia—. Vaya, es el elogio más entusiasta que te he oído dar en años. Debe ser realmente excepcional.
Algo en su tono encendió una alarma en mi mente.
—Lo es —respondí cautelosamente—. Profesionalmente hablando.
—Hmm —murmuró, tamborileando sus dedos sobre el reposabrazos del sillón—. Tal vez debería descubrir por mí mismo qué la hace tan… valiosa.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, sintiendo una inexplicable tensión en mi mandíbula.
—Quiero decir que quizás debería invitarla a salir —declaró con casual indiferencia, como si estuviera comentando el clima—. Una cena, tal vez. Conocerla fuera del contexto laboral.
Algo posesivo rugió dentro de mí. La idea de Carlos y Lyxirea juntos, en una cena romántica, riendo, tal vez incluso…
—No —dije abruptamente, la palabra escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerla.
Carlos levantó una ceja, su expresión ahora abiertamente divertida.
—¿No? —repitió—. ¿Y por qué no, exactamente? ¿Existe alguna política corporativa que prohíba a los amigos del CEO invitar a salir a las asistentes ejecutivas?
—No es… apropiado —argumenté débilmente, sabiendo lo ridículo que sonaba.
—Interesante —comentó, estudiándome con renovada atención—. No es apropiado que yo la invite a salir, pero perfectamente aceptable que tú la defiendas a puñetazos en un bar, la lleves a casa en tu auto, y vuelvas a tu apartamento con esa expresión de cachorro perdido que intentas desesperadamente ocultar desde entonces.
Lo fulminé con la mirada, odiando cada palabra porque contenía demasiada verdad.
—No tengo expresión de “cachorro perdido” —protesté, aferrándome al detalle más trivial porque no podía negar el resto.
—Por favor —resopló Carlos—. Te conozco desde hace ocho años, Gabriel. Nunca, ni una sola vez en todo ese tiempo, te he visto mirar a una mujer como miras a Lyxirea Morgan. Ni siquiera a Colette.