5 Razones para No dejarte ir

22. El peso de una mentira

Pov. Gabriel

Jamás había sido impulsivo. Nunca. Bueno al menos desde esa mujer, aunque incluso con ella fui precavido. Siempre fui el hermano calculador, el que pesaba cada decisión, el que consideraba todas las variables antes de actuar. Esa prudencia metódica me había convertido en quien era, me había permitido llevar Huntington Electrical Solution a la cima de la industria.

Y ahora, me encontraba lidiando con las consecuencias de un arrebato adolescente nacido de… ¿celos? La sola palabra me resultaba humillante incluso en la privacidad de mis pensamientos.

¿En qué estaba pensando al inventar ese viaje a Londres? ¿Al arrastrar a mi asistente a un fin de semana que prometía ser, como mínimo, extremadamente incómodo?

La respuesta era evidente: no estaba pensando. No con la cabeza, al menos.

El golpe suave en la puerta de mi oficina interrumpió mi autoflagelación mental. Sabía quién era antes incluso de levantar la vista. Solo Lyxirea llamaba a la puerta con esa combinación particular de forma profesional y vacilación.

—Adelante —dije, componiendo rápidamente.

Lyxirea entró, y me sorprendió verla tan… nerviosa. En nuestras interacciones diarias, incluso cuando la presionaba hasta el límite, siempre mantenía una compostura admirable. Pero ahora jugaba incesantemente con sus manos, un gesto que nunca le había visto hacer.

Se detuvo frente a mi escritorio, pero no habló de inmediato. Simplemente permaneció allí, mordiéndose el labio inferior en un gesto de incertidumbre que encontré inexplicablemente cautivador.

La sensación cálida que se extendió por mi cuerpo ante esa visión era peligrosa, inapropiada y completamente fuera de mi control.

Me aclaré la garganta, tanto para romper el silencio como para combatir mi propia incomodidad.

—¿Sucede algo, señorita Morgan? —pregunté, refugiándome en la formalidad.

Ella se mordió el labio con más fuerza, y tuve que reprimir un impulso absurdo de pedirle que dejara de hacerlo. O peor, de usar mi propio pulgar para liberar ese labio cautivo.

—Bueno —comenzó con la voz baja—, quería saber si era cierto que viajaré con usted a Londres.

La pregunta, aunque esperada, me tomó desprevenido. Sentí un calor traicionero subir por mi cuello hasta mis mejillas, pero mantuve mi expresión seria. Años de negociaciones implacables habían perfeccionado mi capacidad para ocultar emociones inconvenientes.

—Claro, señorita Morgan —respondí con una seguridad que no sentía—. ¿Cree que estaría bromeando con algo así?

Sus labios se apretaron en una línea tensa, y pude ver que estaba considerando cuidadosamente su respuesta. Siempre tan prudente, tan reflexiva. Tan diferente a mi reciente comportamiento impulsivo.

—Está bien —declaró —. Reprogramaré su agenda del viernes.

Asentí, agradecido por su profesionalismo que, en este momento, compensaba mi falta del mismo.

—Si hay reuniones —añadí, intentando sonar como el CEO práctico y centrado que se suponía que era—, cámbielas para el sábado en la mañana por videoconferencia. Atenderé desde Londres.

Porque incluso en medio de este caos auto-infligido, los negocios seguían siendo primordiales. O al menos, eso me decía a mí mismo, aferrándome a la última brizna de mi identidad profesional mientras el resto de mi ser parecía desmoronarse ante la presencia de esta mujer.

—Por supuesto, señor —respondió, y se dirigió hacia la puerta.

Solo cuando salió, cuando la presión de su presencia se disipó, me permití exhalar profundamente, desplomándome en mi silla como un títere al que le han cortado las cuerdas.

¿Qué me estaba pasando? Ocho años de autocontrol perfecto, de disciplina emocional absoluta, desintegrándose en cuestión de semanas. Y todo por una asistente con ojos desafiantes y labios que se mordía cuando estaba nerviosa.

No podía seguir así. Necesitaba retomar el control, reconstruir las murallas que tan cuidadosamente había erigido después de Colette. Pero primero, tenía que lidiar con las consecuencias inmediatas de mi arrebato.

Con un suspiro resignado, activé mi sistema de videoconferencia y marqué el número de Charles en Londres. Mi hermano mayor, a diferencia de mí, siempre había sido el más sociable, el diplomático de la familia. Necesitaría su complicidad en esta farsa, aunque eso significara soportar su inevitable diversión a mi costa.

Tras unos momentos, el rostro familiar de Charles apareció en la pantalla. A pesar de estar a miles de kilómetros de distancia, la semejanza entre nosotros era innegable: los mismos ojos grises, la misma mandíbula definida, herencia de generaciones de Huntington. La única diferencia notable era la suavidad en su expresión, algo que yo había perdido —o suprimido— hace mucho tiempo.

—¡Gabriel! —exclamó con alegría al verme—. Qué sorpresa. ¿Alguna crisis corporativa que requiera la sabiduría del hermano mayor?

Intenté sonreír, pero el resultado debió ser más una mueca tensa que otra cosa.

—No exactamente —respondí—. Solo quería informarte que estaré en Londres este fin de semana. Pensé en visitar a los padres.

Las cejas de Charles se elevaron en evidente sorpresa.

—¿Tú? ¿Visitando a los padres sin que sea Navidad o el cumpleaños de alguno? —preguntó, medio en broma, medio en serio—. ¿Estás enfermo? ¿Terminal, quizás?

—Muy gracioso —respondí secamente—. ¿Es tan difícil creer que quiera visitar a mi familia?

—Francamente, sí —contestó sin rodeos—. En los últimos ocho años, has convertido el distanciamiento emocional en un arte. No es que te culpe —añadió rápidamente—, después de lo de Colette…

—No menciones su nombre —interrumpí automáticamente, aunque con menos vehemencia de la habitual.

Charles me estudió a través de la pantalla.

—Hay algo diferente en ti —declaró —. No puedo precisar qué es, pero definitivamente hay algo.

Mantuve mi expresión neutra, aunque sentía que mi hermano podía ver a través de mí como siempre lo había hecho, incluso a través de una conexión digital transatlántica.




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