5) Remember

Capítulo 3: No puede ser

El aire se volvió una losa de plomo en el pecho de Tamara. Su esencia, la misma Oscuridad primordial que había existido antes del tiempo, se estremecía con una agonía que superaba cualquier tormento cósmico. Habían presenciado la forja de galaxias, el lamento de civilizaciones caídas, pero nada, ni siquiera la más brutal de las batallas celestiales, los había preparado para la visión que se desarrollaba ante sus ojos.

Cass, el ser de luz cuyo rostro solía reflejar la impasibilidad de las estrellas distantes, sentía cómo sus alas etéreas vibraban con un temblor incontrolable. Un eco del dolor lacerante que le desgarraba el alma. Había conectado el proyector con la precisión mecánica de un arcángel, pero sus manos, firmes por milenios, ahora flaqueaban, revelando la vulnerabilidad de un padre. La imagen de Sam, la joven aliada que se había atrevido a hurgar en las profundidades de la oscuridad, apareció en la pared. Su voz, normalmente tan clara y resuelta, sonó ahora un eco hueco, cargado de una urgencia desesperada que helaba la sangre.

—Esto es lo que tengo —articuló Sam, su mirada llena de una verdad tan abrumadora que casi podían sentir su peso a través de la pantalla—. Lo encontré en el disco duro de mi padre. El que usaba para sus investigaciones sobre los asesinatos recientes.

La pantalla parpadeó, ajustándose con una lentitud exasperante que solo acentuaba el terror que se incubaba en sus corazones. Y entonces, la verdad se manifestó ante ellos, cruda, brutal, despojada de cualquier velo de ilusión. Era una grabación de seguridad, de baja resolución, distorsionada por el tiempo y la distancia, pero la claridad era más que suficiente para aniquilar la última sombra de duda que se aferraba a sus mentes. Una figura se movía sigilosamente en la penumbra de un pasillo desolado, envuelta en una capucha que ocultaba casi por completo su rostro. Pero no hacía falta verle la cara. Los movimientos, la inconfundible forma de andar, la familiaridad de cada gesto... era ella. Rubby. Su hija. La híbrida nacida de la Oscuridad y la Luz, rescatada de las garras de la muerte solo para regresar convertida en un espectro de destrucción.

Cass, con el rostro contraído por un dolor tan profundo que le marcaba cada rasgo, observó cómo la figura se acercaba a una puerta. El metal chilló, un sonido estridente que rasgó el silencio, cuando una mano enguantada, con una fuerza que solo Rubby, esa extraña conjunción de lo divino y lo terrenal, podía poseer, forzó la cerradura. El aire se volvió denso, irrespirable, cargado con el presagio de la tragedia. Tamara cerró los ojos por un instante, su forma etérea sintiendo el peso de un tormento que trascendía cualquier agonía física, un dolor que la misma Oscuridad que la habitaba no podía consolar.

El video avanzó unos segundos, y lo que vieron a continuación disipó la última y frágil brizna de esperanza que habían aferrado. La capucha de Rubby se deslizó hacia atrás, revelando su rostro. Una luz tenue del pasillo, apenas un suspiro de claridad, iluminó sus rasgos. Esos mismos rasgos que un día habían irradiado la inocencia de una niña, la promesa de un futuro, ahora estaban marcados por una expresión vacía, casi ausente, como si el alma hubiera abandonado su morada. Se inclinó sobre un cuerpo inerte, una figura que yacía en el suelo, desprovista de vida. Un brillo metálico apareció en su mano, un destello siniestro. Era un cuchillo. Un cuchillo ensangrentado. Y con él, un movimiento final, brutal, inequívoco. Era ella. La asesina que había sembrado el pánico en la Tierra, la que desafiaba el equilibrio que Dios, su propio Padre, intentaba desesperadamente restaurar.

Un gemido, ronco y desgarrador, escapó de los labios de Tamara.

—No puede ser —susurró, la voz rota por el tormento que la asolaba. Sus ojos, normalmente abismos de oscuridad insondeable, se llenaron de lágrimas que caían como gotas de ácido sobre su esencia. Cada gota era una punzada para su ser milenario—. Es mi hija. Mi propia sangre, mi carne... ¿qué le han hecho?

Cass apagó el proyector. La sala quedó sumida en un silencio opresivo, un vacío ensordecedor que amplificaba el eco de sus propios corazones rotos. La verdad era un arma afilada que les había perforado el alma, una herida que jamás cicatrizaría. La hija que habían creído salvar de las fauces de la muerte, la que había regresado con el Vacío como compañero, era la encarnación del horror que acechaba al mundo, una monstruosidad nacida de su amor y del destino.

—Tenemos que ir —dijo Cass, su voz resonando con una autoridad que apenas enmascaraba el abismo de su dolor.

Se puso de pie, su mente, la de un estratega divino forjado en incontables batallas, ya trazando el único camino posible, aunque cada fibra de su ser gritara en protesta.

—Tenemos que encontrarla. Esto... esto no puede seguir así. El equilibrio... está al borde del colapso.

No hubo réplica, no hubo discusión. La necesidad de confrontarla, de comprender la corrupción que la había consumido hasta los tuétanos, los impulsaba con una fuerza que trascendía el dolor, la desesperación. Salieron de la casa, su forma angelical y su forma oscura entrelazadas en un abrazo desesperado, cada paso una promesa desesperada, una plegaria silenciosa. Se dirigieron al último lugar que Sam había mencionado, un lugar que ahora les parecía un presagio de la desolación que los aguardaba: un viejo almacén abandonado en los límites de la ciudad.

El trayecto se hizo eterno. Cada minuto era una tortura, cada semáforo en rojo un obstáculo insoportable que se burlaba de su urgencia. El tiempo parecía estirarse y contraerse, cada segundo un martillo golpeando sus ya maltrechos corazones. Cuando finalmente llegaron, el sol se ponía en el horizonte, tiñendo el cielo de una paleta de naranjas y púrpuras que contrastaban cruelmente con la negrura de sus almas. El almacén se alzaba ante ellos, una mole imponente de metal y ladrillo, sus ventanas rotas como cuencas vacías que los observaban con indiferencia.




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