El amanecer se abría paso por las ventanas rotas del almacén, proyectando largas sombras que danzaban como espectros en el polvo suspendido. El aire, denso y cargado de la desolación de los padres, vibraba de forma casi imperceptible con una energía ajena a la Tierra, una presencia que había llegado antes que ellos.
Cuando Tamara y Cass irrumpieron en el vasto espacio, sus corazones aún martilleando con la desesperación de la búsqueda fallida, la escena que los recibió les arrebató el aliento. En el centro del almacén, bajo el único rayo de luz solar que lograba colarse por un agujero en el techo, se encontraba Él. La figura de Dios, aunque incorpórea en su esencia, se manifestaba ante ellos con una presencia que eclipsaba todo lo demás. No era un hombre, ni un ser con forma definida, sino una conjunción de luz y sombra, de paz y poder, de todo y nada. Su mera existencia llenaba el espacio, haciendo que el aire se hiciera más ligero, más puro, aun en medio de la desolación.
Frente a Él, de pie, pero encorvada, con el rostro oculto por la sombra de su capucha, estaba Rubby. La figura de su hija, tan pequeña y frágil frente a la inmensidad divina, parecía encogerse sobre sí misma. Un escalofrío recorrió a Tamara y Cass, no solo por la presencia de Dios, sino por la extraña quietud que envolvía la escena. No había gritos, no había forcejeos, solo un silencio cargado de una tensión tan palpable que casi se podía tocar.
Dios no les prestó atención. Sus "ojos", si es que una entidad como Él podía tenerlos, estaban fijos en Rubby. Su voz, cuando resonó en el almacén, no era un sonido audible en el sentido humano, sino una resonancia que se sentía en el mismo tejido del alma, un murmullo de mil millones de ecos que se superponían y se disolvían en una única verdad.
—Rubby —dijo la Voz, y cada sílaba era una pregunta, una acusación, una infinita tristeza—. ¿Qué has hecho?
Rubby no se movió, no respondió. Su postura era la de un animal acorralado, o tal vez, la de una marioneta cuyos hilos habían sido cortados. El Vacío que se aferraba a ella, invisible para los ojos mortales pero una mancha oscura para la percepción divina, parecía bullir a su alrededor, una burbuja de negación y desesperanza.
—Te di una segunda oportunidad —continuó la Voz, y un lamento casi imperceptible vibró en la resonancia—. Te devolví a la vida. A la vida que tus padres, la Oscuridad y el Ángel del Señor, tanto anhelaron para ti. Te di la oportunidad de redimirte, de encontrar tu lugar en el equilibrio que tan celosamente protejo.
Tamara sintió un nudo en la garganta. La verdad de esas palabras era una puñalada. Ella, la Oscuridad, había movido cielo y tierra para que Rubby regresara. Cass, el Ángel del Señor, había suplicado con una devoción que trascendía su propia naturaleza. Habían creído que al traerla de vuelta, la curarían, la salvarían. Pero solo la habían condenado.
—Pero elegiste otro camino —la Voz de Dios se hizo más profunda, más solemne—. Elegiste el camino de la destrucción. Llevaste el Vacío contigo, no para contenerlo, sino para desatarlo. Has perturbado el velo entre la vida y la muerte de formas que ni siquiera tus creadores pueden comprender.
Un sollozo ahogado escapó de Tamara. Quería correr hacia Rubby, abrazarla, protegerla de la furia divina. Pero sus pies estaban clavados al suelo, sus ojos fijos en la escena. Sabía que esto era un juicio, no una conversación. Un juicio que habían precipitado con su amor, su desesperación.
—Las almas que has arrebatado —continuó la Voz, y esta vez, un matiz de pesar infinito impregnó el espacio—. Han sido arrancadas de su ciclo, arrastradas a una negrura de la que no hay retorno. Has profanado la santidad de la existencia.
Finalmente, Rubby levantó la cabeza. Sus ojos, antes llenos de inocencia, ahora eran pozos sin fondo, reflejando la misma oscuridad que Tamara representaba en su esencia, pero distorsionada, corrompida. Una sonrisa ladeada, casi cruel, se dibujó en sus labios.
—¿Y qué esperabas? —su voz, cuando habló, era un susurro gutural, áspero, desprovisto de toda emoción—. ¿Que regresara y jugara a la buena niña? ¡Fui arrastrada de vuelta a la luz sin pedirlo! ¡Arrancada de la paz de la nada! El Vacío... el Vacío es lo único real. Es la verdad. El resto es solo una ilusión, una mentira.
Las palabras de Rubby fueron un golpe directo al corazón de Tamara y Cass. ¿Era eso lo que su hija sentía? ¿Que su regreso había sido una condena, no un regalo? La culpa los aplastó, un peso insoportable que les dobló la espalda.
—El Vacío no es la verdad, Rubby —la Voz de Dios vibró con una autoridad inquebrantable, aunque la tristeza seguía allí, una corriente subterránea—. El Vacío es la ausencia de la verdad. Es la nada que amenaza con consumir el todo. Y tú... te has convertido en su instrumento.
Un silencio pesado cayó sobre el almacén. Rubby observó a Dios, una chispa de desafío en sus ojos vacíos. Era la rebeldía de una criatura que se había abrazado a su propia destrucción.
—No me arrepiento —dijo Rubby, su voz un poco más fuerte, más firme—. El mundo es una farsa. La vida es dolor. La muerte... la muerte es la liberación. Yo solo acelero el proceso.
El aire se volvió eléctrico. Cass sintió cómo la esencia de Dios se tensaba, como si el mismo universo contuviera la respiración. La paciencia divina, que se extendía más allá de la comprensión mortal, había llegado a su límite.
—Entonces no hay redención para ti, Rubby —la Voz de Dios resonó, y esta vez, todo el matiz de tristeza se desvaneció, reemplazado por una resolución absoluta, fría como el hielo cósmico—. Has cruzado el umbral del que no hay retorno. Has elegido tu destino.
Rubby sonrió de nuevo, una sonrisa carente de alegría, casi una mueca de desesperación. Parecía saber lo que venía. No había miedo en sus ojos, solo una aceptación gélida, una fatiga inmensa.
Tamara gritó. Un grito que no tuvo sonido, pero que resonó en el alma de Cass, una agonía que solo una madre podía sentir. Se lanzó hacia adelante, queriendo interponerse, queriendo rogar, queriendo hacer cualquier cosa para detener lo que era inevitable. Pero fue en vano. Una fuerza invisible, la misma voluntad divina, la mantuvo anclada, junto a Cass.
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Editado: 30.08.2025