El silencio que siguió a la desaparición de Rubby no era el de una sala vacía, sino el de un universo que había contenido la respiración y ahora exhalaba un dolor abrumador. Tamara y Cass yacían de rodillas sobre el hormigón frío y polvoriento, sus formas divinas y celestiales doblegadas bajo un peso que superaba la comprensión mortal. El espacio donde su hija había estado, un instante antes, ahora era solo un vacío, no el Vacío primigenio que Tamara encarnaba, sino una ausencia cruel y punzante, el rastro de una vida borrada.
Tamara, la Oscuridad, sintió cómo su propia esencia se convulsionaba. Era una madre que había visto a su hija desintegrarse, no en el sentido físico, sino en una aniquilación total de su ser. Sus manos, que habían creado estrellas y nebulosas, se extendieron temblorosas hacia el aire, buscando una última partícula, un último eco de Rubby. Quería sentir su presencia, aunque fuera el más mínimo rastro. Sus dedos, normalmente capaces de manipular la energía del cosmos, solo encontraron frío y vacío.
—Rubby… —su voz era un lamento que no se escuchaba, sino que se sentía en la médula de los huesos, un dolor que resonaba en las profundidades del universo.
Cada átomo de su ser gritaba, exigiendo una respuesta, un milagro, una forma de deshacer lo que acababa de presenciar.
Cass, el Ángel del Señor, se arrastró hacia ella, su rostro de luz y serenidad ahora transfigurado por una agonía que solo un padre podía soportar. Sus propias alas, normalmente expansivas y luminosas, parecían encogerse, como si el dolor las hiciera pesadas y quebradizas. Puso una mano en la espalda de Tamara, su tacto, que había reconfortado a incontables almas a lo largo de los eones, ahora torpe, impotente.
—Mi amor… —susurró Cass, su voz ronca por el dolor que le desgarraba el alma.
La presencia de Dios aún resonaba débilmente en el aire, un eco de su juicio final, y un escalofrío le recorrió. Sabía la verdad, la terrible e inmutable verdad de la intervención divina, pero el corazón de padre se negaba a aceptarla.
Tamara se irguió un poco, sus ojos, pozos de oscuridad, fijos en el punto donde Rubby había desaparecido. Una chispa de determinación, nacida de la desesperación más profunda, encendió su mirada. Si ella era la Oscuridad, si Cass era el Ángel del Señor, si ambos tenían un poder que trascendía la comprensión, tenía que haber una forma. Una forma de traerla de vuelta, de revertir lo irreversible.
—No puede ser el fin —dijo Tamara, su voz ahora más firme, aunque teñida de una desesperación abrumadora—. No puede ser… así. Ella es nuestra hija. Parte de nosotros. Debemos… debemos poder.
Se puso de pie, arrastrando a Cass consigo. Sus manos se unieron, y una energía antigua, la fusión de la Oscuridad y la Luz, comenzó a fluir entre ellos. Intentaron canalizarla, dirigirla hacia el espacio vacío, buscando un fragmento de Rubby, una resonancia de su alma, una señal que indicara que no todo estaba perdido.
Cass cerró los ojos, concentrándose. Podía sentir la inmensidad del cosmos, la intrincada red de vida y muerte que Dios había tejido. Podía sentir las almas de los justos ascendiendo, y las de los pecadores descendiendo. Pero cuando buscaba a Rubby, solo encontraba… nada. Era como si su existencia misma hubiera sido deshecha, deshilachada de la trama universal, no solo muerta, sino borrada.
Tamara, en su desesperación, intentó invocar el Vacío primigenio, su propia esencia, para que revelara si un fragmento de su hija se había fundido con él. Extendió su conciencia más allá de los límites de la realidad, adentrándose en la negrura que le era familiar. Buscó, sondeó, gritó en los abismos de la nada. Pero el Vacío, su propio hogar, le devolvió un eco hueco, un silencio aterrador. Rubby no estaba allí. Su conexión con ella se había roto de forma irreparable.
La energía entre ellos flaqueó, se debilitó. Sus esfuerzos eran fútil, una lucha contra una fuerza que superaba incluso la suya propia. Las lágrimas corrían por el rostro de Tamara, lágrimas de desesperación, de impotencia.
Fue entonces cuando la voz de Dios resonó de nuevo en el almacén, no con la fuerza atronadora de su juicio, sino con una resonancia más suave, pero infinitamente más cargada de sabiduría y pena. La presencia divina, aunque disminuida, aún se sentía como un suspiro en el aire.
—Es inútil —dijo la Voz, y cada palabra era una verdad innegable que se grababa en sus almas—. No hay fuerza, ni siquiera la de ustedes, mis primeros hijos, que pueda desandar lo que ha sido hecho. Su alma ha sido… disipada.
Tamara levantó la cabeza, sus ojos, que antes habían brillado con una esperanza frenética, ahora estaban opacos, llenos de un dolor insondable.
—Pero… pero tiene que haber una forma —tartamudeó, su voz apenas un hilo—. Ella… era nuestra hija. No podemos simplemente… perderla así.
La Voz de Dios se hizo más profunda, más solemne, impregnada de una tristeza ancestral que resonó en cada rincón del ser de Tamara y Cass.
—El Vacío que ella trajo consigo, la corrupción que la consumió, era una amenaza para la existencia misma. La vida y la muerte son un ciclo. Un equilibrio que debe ser mantenido. Rubby se convirtió en un desequilibrio tan grave que amenazaba con devorar la Creación.
—¿Y no había otra forma? —preguntó Cass, su voz apenas un susurro, el Arcángel que había librado guerras celestiales ahora reducido a la súplica de un padre.
—La hubo —respondió la Voz de Dios, y en ese momento, una oleada de compasión, profunda y dolorosa, los envolvió, el pesar del Creador por sus criaturas—. La hubo desde el principio. Una única forma de contener el Vacío que la poseía y de salvarla de sí misma.
Los ojos de Tamara y Cass se encontraron, una comprensión dolorosa naciendo entre ellos. La sabían. Esa forma. La habían temido, la habían evitado, la habían combatido con cada fibra de su ser desde el momento en que Rubby había regresado.
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Editado: 21.06.2025