El aire del almacén, que antes vibraba con la esencia divina, ahora era un peso inerte, cargado solo con el polvo y la desolación de dos seres ancestrales rotos. Tamara y Cass permanecieron arrodillados un tiempo que se diluyó en la eternidad del dolor, sus mentes atrapadas en el eco de las palabras de Dios, la cruda verdad de su error fatal. La única manera de salvar a Rubby había sido olvidarla, un acto que su amor, en su infinita ceguera, se había negado a cometer.
El silencio se rompió, no por un lamento, sino por un respiro entrecortado de Tamara, un sonido áspero, casi un gruñido. Levantó la cabeza, sus ojos, pozos de oscuridad, clavados en Cass con una furia fría y desoladora.
—¿Por qué? —su voz, antes un lamento, ahora era un susurro gélido, cargado de reproche—. ¿Por qué no lo hicimos? ¿Por qué no la olvidamos? ¡Ella nos dijo la manera! ¡Dios mismo nos lo advirtió!
Cass la miró, el dolor en su propio rostro un espejo de la agonía de ella, pero también había una chispa de defensa, de un agotamiento profundo.
—Tamara, ¿cómo podrías pedirme tal cosa? ¿Cómo podrías borrar de tu corazón a nuestra propia hija? Lo intentamos, ¿recuerdas? Cada vez que su recuerdo amenazaba con desvanecerse, lo atesorábamos más, lo alimentábamos con nuestra desesperación.
—¡Y mira a dónde nos ha llevado eso! —la voz de Tamara se elevó, resonando en el vasto espacio, cada palabra una espina—. ¡La hemos condenado! ¡Nosotros! Con nuestro amor, con nuestra estúpida negativa a soltarla. ¿De qué sirvió nuestro poder si no pudimos protegerla de nosotros mismos?
Se puso de pie bruscamente, la energía oscura que la componía crepitando a su alrededor. No era una manifestación de poder para destruir, sino la furia contenida de una madre que se había visto impotente.
—Tú eres el Ángel del Señor, Cass. ¡Tú eres la luz! ¿No debiste ver esto? ¿No debiste tener la sabiduría para entender lo que se nos pedía?
Cass también se levantó, su postura de Arcángel, aunque cansada, conservaba una dignidad inherente. El dolor le apretaba el pecho, pero la acusación de Tamara encendió una chispa de frustración en él.
—¡Y tú eres la Oscuridad, Tamara! ¿No tenías la capacidad de soltar, de dejar ir lo que no podía ser? ¿No te aferraste a ella con la misma fuerza que yo, quizás con más intensidad, alimentando ese vacío con tu propio dolor primordial? ¿Crees que fue una decisión consciente? ¡Fue el instinto de dos padres, de dos seres que la amaban más allá de la razón!
Sus voces se entrelazaron, no en una melodía, sino en una cacofonía de reproches. Las palabras eran dagas afiladas, cada una perforando la ya maltrecha esencia del otro. La culpa, ese veneno silencioso, se transformaba en ira, buscando un blanco, un culpable.
—¡Me decías que había esperanza! —gritó Tamara, y sus ojos, antes insondeables, ahora destellaban con una mezcla de furia y lágrimas no derramadas—. ¡Me decías que la traeríamos de vuelta, que la curaríamos! ¡Me aferré a tu fe, Cass!
—¡Y yo me aferré a la tuya, Tamara! —replicó Cass, su voz resonando con una autoridad dolida—. ¡A tu inquebrantable voluntad, a tu determinación de traerla de vuelta! ¡Esa fue nuestra condena, no una falta individual! Fuimos dos corazones, dos almas, unidas en un mismo y trágico error.
El aire se llenó de la tensión de su conflicto. Parecían dos fuerzas opuestas, la Oscuridad y la Luz, chocando no para destruirse, sino para intentar liberarse de la carga de su pérdida mutua. Un aura de energía caótica los rodeó, no un ataque, sino el desgarro de sus propios lazos, tensados hasta el punto de ruptura.
Pero incluso en medio de la furia, había un entendimiento subyacente. Sus ojos se encontraron de nuevo, y en la profundidad de la mirada del otro, no solo vieron la culpa, sino también el reflejo de su propio dolor inconmensurable. Cada acusación era una herida infligida a sí mismos. Cada reproche, una auto-flagelación.
Lentamente, la energía se disipó. Sus hombros cayeron. El agotamiento, no solo físico sino existencial, los abrumó. Se dieron cuenta de la futilidad de su contienda. No había un culpable único. Ambos habían sido partícipes de esa elección fatal, cegados por un amor que, en su magnitud, había ignorado las advertencias divinas.
Tamara dejó caer la cabeza, sus cabellos oscuros cubriendo su rostro. Sus rodillas flaquearon, y habría caído de nuevo si Cass no se hubiera acercado y la hubiera sostenido. Él la abrazó con fuerza, el contacto de sus formas etéreas un bálsamo en el infierno de su dolor.
—Perdóname —susurró Tamara, su voz ahogada, el dolor saliendo en un torrente incontrolable—. Perdóname, Cass. Mi furia… mi desesperación… No sé qué hacer.
—No hay nada que perdonar, mi amor —respondió Cass, su voz una caricia para el alma—. Los dos estamos rotos. Ambos elegimos. Y ambos pagamos el precio.
Se quedaron así por un largo rato, la Oscuridad y el Ángel del Señor, dos figuras ancestrales que habían desafiado los cielos y el infierno, ahora abrazados en el centro de un almacén abandonado, con el peso de la pérdida y la culpa aplastándolos. La pelea había sido una catarsis necesaria, una forma de liberar la presión insoportable que se había acumulado en sus almas. Y al hacerlo, habían encontrado, una vez más, la fuerza en su unión.
El Eco del Holocausto y la Carga de la Redención
Fue Cass quien rompió el abrazo, aunque con reticencia. Su mirada, antes perdida en el dolor, se posó en las ventanas rotas del almacén, en el cielo exterior que ahora se teñía de una luz grisácea y ominosa.
—El mundo —dijo, su voz más fuerte, aunque aún marcada por la tristeza—. El mundo… ha pagado un precio. La interferencia de Rubby con el equilibrio, la huella del Vacío que liberó… ha causado estragos.
Tamara levantó la mirada, sus ojos todavía enrojecidos, pero una nueva preocupación comenzaba a manifestarse en ellos. El holocausto. El casi fin del mundo. Las acciones de Rubby, impulsadas por el Vacío que la poseía, habían desatado un caos incalculable en la Tierra. Ciudades arrasadas, vidas perdidas, la tela misma de la realidad estirada hasta el punto de ruptura.
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Editado: 30.07.2025